El Castillo Sforzesco se parece mucho a Milán. Se parece a Milán en que, a pesar de sus innegables atractivos, muchos piensan que no es para tanto. Que no deja de ser un edificio militar, como tantos otros.
Algunos ni siquiera entran. Se van sin saber que, tan valioso como sus imponentes muros, sus grandes torreones o su icónica torre de Filarete es su interior. Sus patios renacentistas. Las joyas que conservan sus museos.
Es curioso, pero un vistazo a las opiniones de sitios como TripAdvisor revela que lo más valorado es que la entrada sea gratuita y que el castillo sea grande y esté rodeado de parques. Los pocos que mencionan los museos se quejan de que haya que pagar para verlos y de que no sean, en el fondo, gran cosa.
Es consecuencia del turismo de highlights, y de las prisas. De querer ver iconos, más que obras de arte. Es un gran error.
El Castillo Sforzesco no es sólo uno de los grandes símbolos de la ciudad, su gran fortaleza o la residencia de sus gobernantes más notables. Es también una pieza de arquitectura sobresaliente y un contenedor de arte de primer nivel. Dentro están las firmas de Bramante, Miguel Ángel, Mantegna, Bellini, Filippo Lippi, Canaletto y Leonardo da Vinci, entre otros. Las autoridades milanesas llevan décadas cuidándolo y adquiriendo fondos. Es una lástima irse de Milán sin verlo por pensar que es "sólo un castillo".
El Castillo Sforzesco no es solo un castillo
Un edificio que tiene siete siglos de historia y se conserva prácticamente intacto, ¿puede ser sólo un castillo? Por supuesto que no.
Cuando, en 1368, lo construyó Galeazzo II Visconti sí era básicamente eso, un castillo. Pero ya sus sucesores, Gian Galeazzo y Filippo María Visconti lo engrandecieron, y éste último lo convirtió en un espléndido palacio ducal, como los que en ese mismo siglo se construirán en Venecia, en Urbino o en tantos otros lugares.
El siglo XV en Italia fue sin embargo un período tumultuoso, que dio lugar al Renacimiento pero también a infinitas guerras. En Milán, la muerte del último de los Visconti inició un breve y caótico período republicano en el que el gran castillo y palacio ducal fue casi demolido en 1447. Entonces llegaron los Sforza.
Francesco Sforza, antiguo condottiero de los Visconti, se casó con Bianca María Visconti y los propios ciudadanos de Milán le ofrecieron el gobierno. Entre él y su hijo Ludovico "Il Moro" convirtieron la capital lombarda en una de las grandes cortes humanistas, a la que acudieron Bramante, Leonardo y Miguel Ángel, y remodelaron el viejo castillo hasta dejarlo con el aspecto que tiene hoy en día.
De ahí su nombre, claro.
Con el tiempo Milán fue cambiado de manos y el castillo de dueños, hasta que en épocas modernas se convirtió en lo que es hoy, un lugar abierto, sede de preciosas celebraciones como los Estate del Castello (fiestas veraniegas de música y danza), y un museo. O más, un conjunto de museos.
Se exponen en el castillo piezas de arte antiguo, tapices, muebles y algunas de las mejores obras del Renacimiento. Merece mucho la pena visitarlos todos, pero antes conviene contemplar el exterior. El Castillo Sforzesco también es un castillo, y menudo castillo.
Un castillo enorme, imponente y formidable
Antes de deleitarse con los patios y los museos, conviene saber algo del castillo propiamente dicho.
Primero, una observación evidente: las cuatro torres que esquinan el edificio no son iguales. Los torreones del Santo Spirito y del Carmine, más antiguos, corresponden a la época de Francesco Sforza. Su forma circular les granjeó gran fama y terminaron inspirando los once torreones de acceso al templo más moderno de Milán, el Giuseppe Meazza, San Siro.
La Torre Castellana (donde se guardaba el tesoro) y la Falconiera son posteriores, de tiempos de Ludovico Il Moro. Su planta cuadrada se adecuaba mejor a las exigencias militares de la época. Curiosamente, terminó inspirando otro elemento moderno de Milán, la Torre Velasca, un edificio de oficinas.
Pero la más icónica es una que no hace esquina, la Torre de Filarete, así llamada por el arquitecto que la diseñó. Restaurada casi por completo, pero de forma exquisita y respetuosa con el original, en el siglo XX, se ha convertido en el símbolo de Milán. Es el elegante recuerdo de una época y un lugar en la que incluso los edificios militares se cuidaba el valor de la estética. Tenemos mucho que aprender.
Una curiosidad: los omnipresentes agujeros no tienen ninguna función estética. Servían para asentar los soportes de los andamiajes.
Los grandes tesoros artísticos del Castillo Sforzesco
No es la Pinacoteca de Brera, pero el Castillo Sforzesco tampoco es museo de segundo orden. Conserva una variedad sorprendente de obras de arte de todas las épocas y estilos. Como sería aburrido enumerarlas todas (y para eso, además, ya hay otros recursos), preferimos describir lo mejor de entre lo mucho y bueno que guardan sus muros.
El monumento ecuestre de Bernabò Visconti, de Bonino di Campione
Está hecho de mármol, se conserva en el Museo di arte antica y data de 1363. Es obra de un escultor lombardo, Bonino di Campione, que trabajó en diversas ciudades durante la segunda mitad del trecento y dejó, además de la obra aquí tratada, un monumental Mausoleo para Stefano Visconti, que se conserva en la Basílica de San Eustorgio, una Crucifixión que se puede ver en la Basílica de San Nazaro in Brolo y el monumento al Cansignorio della Scala, en Verona.
Tradicionalmente acusado de conservador, aquí se puede ver cómo Bonino es un escultor formado en la tradición gótica pero con los ojos y los oídos abiertos a las nuevas tendencias.
Las figuras cargan aún cierta rigidez, pero hay una indudable búsqueda de naturalismo y un gusto por mostrar su belleza y dignidad, visible en el caballo tanto o más que en el jinete.
Véase la diferencia con el Mastino II della Scala, realizadas unas décadas antes. El Renacimiento italiano está en camino.
El monumento funerario de Gaston de Foix, de Agostino Busti
En Ruta Cultural nos hemos topado a menudo con el ínclito Francisco I, rey de Francia, enemigo sempiterno de Carlos V e impulsor del fabuloso Castillo de Chambord.
En 1515, cuando tomó posesión del Ducado de Milán, decidió encargar un monumento fúnebre para uno de sus grandes militares, Gaston de Foix, que había perdido la vida tres años en Rávena, en el marco de las guerras de Italia.
El autor fue Agostino Busti, al que llamaban el Bambaia, artista que alcanzó mayor fama en su época que con posterioridad. En el Castillo Sforzesco se conserva otra obra de su autoría, la Madonna Taccioli, de 1522.
Pocos lo pudieron ver entero, pero entre ellos estuvo el gran cronista del Renacimiento, Giorgio Vasari, que quedó maravillado de que una figura como esta "se pueda hacer con las manos", y preocupado porque esta obra, "que puede ser considerada entre las más estupendas del arte", se mantenga "imperfecta y dejada por tierra y a trozos" para que sean "robadas algunas figuras y acaben vendidas y expuestas en otros lugares". No sabía Vasari cuánta razón tenía.
Hoy salta a la vista que a la escultura de Gastón de Foix le falta el típico podio o soporte monumental que lo ensalce. Y le faltan muchas más cosas. Busti realizó por partes la obra completa pero estas nunca llegaron a ensamblarse porque, en el año 1521, Carlos V recuperó Milán.
El proyecto financiado por su enemigo quedó abandonado, y los coleccionistas, como había dicho Vasari, hicieron acopio de lo que pudieron. Hoy día habría que hacer varios viajes para ver la obra:
- Tres estatuas femeninas, alegorías de la virtud, acabaron en el Victoria and Albert Museum (uno de los grandes museos de Londres).
- Un buen número de pilastras con armas y figuras alegóricas se conservan entre la Pinacoteca Ambrosiana de Milán y el Palazzo Madama de Turín.
- Un relieve de mármol que representa un desfile de soldados acabó en el Museo del Prado.
Tres "madonas" de tres grandes del Quattrocento
Tres de los grandes pintores italianos del Quattrocento están representados en el Castillo Sforzesco: Andrea Mantegna, Giovanni Bellini y Filippo Lippi. Las tres formaban parte de la Colección Trivulziana, alimentada durante siglos por esta familia principesca y que, en 1935, fue adquirida por el Ayuntamiento de Milán.
Del primero fue un gran admirador Galeazzo Maria Sforza, enamorado a prima vista de los frescos que pintó en el Palacio Ducal de Mantua. Aunque la obra magna de Mantegna está en la Pinacoteca de Brera, en el Castillo Sforza se puede encontrar una Madonna acompañada de cuatro santos: San Juan Bautista, Gregorio Magno, San Benedicto y San Gerónimo, aparecen bajo una virgen emplazada, insólitamente, en una mandorla.
La Madonna col Bambino pertenece a la primera etapa de Giovanni Bellini, a la sazón muy influido por el propio Mantegna. La obra, como pasa siempre con Bellini, tiene mucho contenido narrativo. El niño tiene en sus manos un fruto que simboliza el pecado original. La madre porta una expresión triste y melancólica que parece prefigurar el destino trágico del hijo.
La Madonna dell’Umiltà, de Filippo Lippi, se pintó para la iglesia florentina de Santa María del Carmine, donde Filippo había tomado los votos, pero acabó en Milán en 1831 como parte de la dote de Marianna Rinuccini, casada con Giorgio Teodoro Trivulzio. La adquisición de la colección trasladó finalmente al cuadro a la Pinacoteca del Castillo Sforzesco.
La Sala delle Asse, de Leonardo da Vinci
Una habitación, un techo decorado por Leonardo da Vinci. Muy mal conservado, por culpa de malos restauradores que, a finales del XIX, se dejaron llevar por criterios discutibles. Pero… un techo decorado por Leonardo al fin y al cabo. El único que existe, además.
En la Sala delle Asse hay que fijarse muy bien los detalles, porque son maravillosos y las fotos no les hacen justicia. Leonardo aplicó a toda la estancia un programa decorativo vegetal, un juego ilusionista con el que, como en tantos otros ámbitos, se adelantó a su tiempo. En una de las esquinas pintó troncos de árboles de los que salen ramas que parecen sostener el techo de la estancia. Y lo hizo, como no podía ser de otra manera, maravillosamente bien.
La Sala delle Asse, bajo la torre nordeste del Castillo Sforzesco, se dedicó casi siempre a banquetes, fiestas y celebraciones. Fue un proyecto encargado por Ludovico Il Moro que refleja bien el nivel de sofisticación, creatividad y refinamiento que alcanzó aquella corte milanesa, a la que no siempre se le hace justicia.
No es lo mejor que queda de Leonardo en Milán, ese honor corresponde a La Última Cena, pero, teniendo en cuenta lo poco que pintó y lo poco que se conserva de este genio inmortal, las da la Salla delle Asse son pinturas valiosísimas.
La Piedad Rondanini de Miguel Ángel
Y por último, Miguel Ángel, de quien se conserva en el Castillo Sforzesco su última obra, la que le mantenía ocupado, con más de ochenta años, cuando le sobrevino la muerte.
Miguel Ángel trabajó durante toda su vida entre Roma y Florencia, y quería ser enterrado en la basílica romana de Santa Mara Maggiore. Y en esa tumba quiso incluir una Piedad, vertical, tan diferente a aquella que en su juventud hizo para el Vaticano.
Planeó y diseñó una primera versión tres años de su muerte, pero, no contento con ella, la descartó. Pocos días (seis, según algunos cronistas) antes de morir empezó a trabajar febrilmente en una segunda versión, que no tuvo tiempo de terminar. Seis días de trabajo y como resultado una obra evidentemente inacabada, pero compositivamente innovadora, imaginativa y extraordinaria.
Miguel Ángel finalmente no fue enterado en Roma, sino en Florencia. Y su Piedad no adornó su tumba, sino el palacio de un marqués de apellido Rondanini, que se hizo con ella tras la muerte del artista. En 1954, el Ayuntamiento de Milán tuvo el acierto de comprarla para poner la guinda a los museos del Castillo Sforzesco, donde desde entonces se conserva.