Dijo Rainer Maria Rilke cuando la visitó en el año 1920 que Venecia es una cuestión de fe, tan elusiva como la imagen devuelta por un espejo.
La frase hace justicia a una ciudad que nació sin perímetros ni fronteras, en las lejanas fechas en que el Imperio Romano era presa de los bárbaros, como refugio de fugitivos en un entorno lacustre y hostil, y que, no contenta con un origen tan poco noble, nunca cesó de inventar y adornar leyendas alternativas. Las más repetidas hablan de una ciudad construida sobre el agua por decreto celestial, de un milagro nacido del mar, de un lugar providencial y predestinado a los prodigios.
Uno de esos milagros, quizá el más importante, ocurrió, según la tradición, en el año 828, en Alejandría. Pero cuánto hay de verdad en él es en efecto una cuestión de fe.
En el lejano siglo I d.C., la antigua capital de Egipto había sido lugar de predicación de uno de los cuatro evangelistas; concretamente del peor conocido de todos, San Marcos, a quien cierta tradición sitúa como secretario de San Pedro y otorga un carácter independiente y rebelde.
Marcos habría predicado en Alejandría y fundado allí, en torno al año 42, una iglesia que más adelante se convertiría en la sede de la Iglesia Copta de Egipto (que aún existe en la actualidad, aunque con sede en El Cairo). Unos veinte años más tarde, en el año 68, las autoridades romanas habrían apresado al evangelista, que luego de ser martirizado habría muerto el 25 de abril de ese mismo año; todo según los Hechos de San Marcos, un documento del siglo IV. El cuerpo del santo, según esta misma tradición, habría sido echado a las llamas tras ser arrastrado por las calles de Alejandría, pero salvado in extremis de la destrucción por sus discípulos más fieles, y sepultado en una cripta de la iglesia que él mismo había fundado.
La Iglesia Copta de Egipto floreció en Alejandría hasta que en el año 641 los árabes entraron en la ciudad y la destruyeron, si bien el cuerpo del santo, del que nada se dice, debió permanecer a salvo. El Papa Juan III de Alejandría reconstruyó la iglesia en el año 680, pero nadie restauró la antigua situación de los coptos de Egipto. Ésta se hizo, si acaso, aún más precaria con la dominación de los abasíes, mucho más concentrados que los omeyas en convertir al Islam a las comunidades cristianas.
Según cuenta la tradición, ahora ya veneciana, en el año 828 visitaron Alejandría un par de comerciantes de la ciudad, Buono da Malamocco y Rustico de Torcello.
Preparando su viaje de vuelta, cargando su barco de productos orientales, se habrían puesto en contacto con un grupo de monjes coptos y ofrecido a estos –cada vez más preocupados por la supervivencia de su religión y de sus reliquias– la posibilidad de huir de Alejandría y encontrar refugio en la cristiana Venecia.
Los monjes accedieron, no sin dudar, pues el viaje tenía un precio: debían llevar consigo los restos de San Marcos y entregarlos al Dux a su llegada a Venecia. Curiosamente, San Marcos llegaría a Venecia como los primeros habitantes de las islas: huyendo.
El viaje no fue fácil. El cuerpo de San Marcos debió ser sacado de su sarcófago, desenvuelto de su sudario de seda y sustituido por los restos de otro santo santo menor; colocado en un cofre y llevado a bordo de la nave veneciana; cubierto por una capa de carne de cerdo y repollo para evitar el registro de los funcionarios musulmanes, quienes, al inspeccionar el barco, gritaron “kanzir, kanzir» (oh terror) ante la vista y el olor de la carne de cerdo, prohibida por el Islam.
Así salió el santo de Alejandría hasta que, ya en mar abierto, fue colocado de forma más solemne, en cubierta, rodeado de velas e incensarios; y así llegó el santo a Venecia, por mar, como correspondía, y huyendo, como también correspondía. Con él la ciudad encontró el poderoso símbolo que habría de elevarla a su nueva posición de potencia marítima.
La leyenda es creíble, pero sólo hasta cierto punto. En el siglo IX Venecia estaba lejos de ser el imperio marítimo en que luego se convertiría, pero era de las pocas ciudades europeas capaces de enviar misiones comerciales a un lugar tan lejano como Alejandría.
Era entonces Venecia una ciudad creciente, comercial, urbana, con poco que ver con la Europa feudal de entonces, y necesitada de símbolos que legitimaran su crecimiento y su posición, siempre a caballo entre Oriente y Occidente, siempre independiente y rebelde, como lo había sido San Marcos, hacia el Obispo de Roma.
Desde luego, es bastante posible que los mercaderes que trajeron el cuerpo hubiesen sido enviados a Alejandría por el propio Dux, sabedor, gracias a sus extensas redes comerciales, de lo inestable de la situación allí.
La de San Marcos era una reliquia de primerísimo orden que elevaría la autoridad del propio Dux y la importancia de la ciudad. Una historia alternativa en la que Venecia hubiera comprado la reliquia aprovechando una situación favorable encajaría bien con el carácter comercial, atestiguado desde muy antiguo (en Torcello se conservan varias monedas micénicas), de los habitantes de la laguna; sería menos romántica, pero más verosímil.
En cualquier caso, fue en el siglo XIII cuando la historia de San Marcos quedó apuntalada y afianzada como símbolo. Se alegó entonces que el santo, en una de sus misiones evangelizadoras, habría buscado refugio de una tormenta y, de forma providencial, lo habría encontrado en Rialto.
Allí, en el corazón de la futura Venecia, un ángel se le habría aparecido y dicho: Pax tibi, Marce. Hic requiescet corpus tuum (Estés en paz, Marcos. Tu cuerpo un día descansará aquí). No hay, por supuesto, ningún registro histórico que avale este hecho, pero la vida de San Marcos está tan poco documentada que es proclive a estos adornos.
En la Basílica que lleva su nombre, construida por orden del Dux ante la feliz llegada de la reliquia en el año 828, varios mosaicos hacen hincapié en la imagen de la nave sobre las olas, providencial portadora del cuerpo de San Marcos.
En uno de ellos un trío de santos –Marcos, Jorge y Nicolás– comandan un buque pesquero y luchan, con éxito, contra una tormenta que había sido impulsada por el demonio. Al desembarcar, Marcos entrega un anillo de oro a un pescador, y éste a su vez se lo entrega el Dux.
El poder del mar, al que Venecia ama y teme por igual, se transfiere así, por mediación del santo protector, a un humilde pescador, y éste, símbolo del pueblo veneciano, del comune, se lo confía al líder, al más grande entre los nobles, los grandi, para que comande con éxito la ciudad.
Es un equilibrio precario que nace del mar y que en el imaginario de la ciudad debe ser cuidado sobre todas las cosas. Y es un equilibrio que encuentra justo reflejo en la sólida, armoniosa y conservadora constitución con la que Venecia se dotó a si misma y que mantuvo casi inalterada durante todos sus siglos de esplendor; en el Renacimiento, mientras el resto de los Estados italianos se debatían entre invasiones, revueltas y tiranías, Venecia se mantuvo estable y poderosa, fue admirada por la elegancia y solidez de su sistema político, y conocida como La Serenissima.
El león, símbolo de fuerza y de majestad, tradicionalmente asociado con San Marcos, se convirtió en el emblema de Venecia. Su bandera adoptó el rojo de San Marcos y la figura de un león alado (las alas representan su elevación espiritual) que sostiene un libro abierto en el que se leen las palabras Pax Tibi Marce Evangelista Meus (paz tengas, Marco, mi evangelista).
En Venecia, el león está en todos lados: en la famosa torre del reloj de la Plaza de San Marco, en la enorme columna de granito de la piazzeta junto al Palazzo Ducale, en el premio que entrega cada año la Mostra de cine de la ciudad (un león de oro), en cada iglesia, en cada palacio, en muchos de los cuadros de los grandes pintores venecianos. Un bonito pasatiempo, cuando se visita la ciudad, es ir buscando leones en las calles, en las fuentes, en las columnas, en las paredes.
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