Desde las modestas alturas de La Turbie tiene el viajero una vista excelente del Mediterráneo. Justo debajo, a sus pies, se extiende la lujosa urbe de Montecarlo. Más allá, tumbada a lo largo de una lengua de tierra, la exquisita localidad de Roquebrune-Cap-Martin. El paisaje es imponente y la brisa que sube del mar, refrescante. Abundan las tiendas de lujo, los hoteles sofisticados, los cómodos transportes, la oferta cultural y de diversión. Civilización es una palabra que viene rápido a la mente.
Pero también barbarie. Cuando se da la vuelta y deja de mirar el mar, el viajero descubre un fantástico vestigio de la Edad Antigua, el Trofeo de Augusto, colocado aquí en en el año 6 a.C. en honor del primer emperador que tuvo Roma. Fue construido para brillar, para ser visto desde cualquier punto entre Menton y el Col d’Eze, en las cercanías de Niza; fue levantado para celebrar que los Alpes ya no eran una barrera, para conmemorar la nueva época de paz, las nuevas posibilidades para los viajes y para el comercio que abría la via Julia Augusta, que pasaba justo por donde ahora se elevan los modernos edificios de Montecarlo.
Pero de tan noble monumento sólo quedan intactos sus niveles inferiores, y decir intactos es decir mucho. Durante siglos fueron esquilmados: primero con los estallidos de violencia de las invasiones bárbaras, cuando el Imperio dejó de ser tal; luego con las inseguridades propias de un Medievo que no conoció poder alguno capaz de imponerse como lo había hecho Roma; después con los grandes reyes de la edad del absolutismo, que, en sus cuitas territoriales, volaban por los aires cualquier posible fortaleza. Entre medias, por tantas y tantas personas anónimas que aprovechaban cada ocasión para llevarse un fragmento de buena piedra, como si el Trofeo no fuera más que una cantera; o un hermoso capitel para adornar sus casas o sus palacios.
El viajero que recorre las huellas de Augusto tiene ante sí un edificio que le recuerda no sólo la vida del emperador, sino toda la historia de Europa, con todas sus luces y sombras.
Del Arco de Rimini al Trofeo de La Turbie: de Augusto a Emperador
La última etapa de nuestros Viajes con Augusto nos llevó a Rimini y allí contemplamos el primer arco de triunfo que erigieron los romanos a su nuevo princeps. Era el año 27 a.C. y Augusto parecía tenerlo todo. Había alcanzado un poder político, militar y religioso casi absoluto, incluso superior al de los antiguos reyes; había convertido el Senado en una institución a su servicio; se había desecho de su gran rival Marco Antonio; y había heredado un imperio en ciernes que dominaba ya casi todo el Mediterráneo, y se asomaba a las costas de Gran Bretaña y a las extensas llanuras de Germania y de Centroeuropa.
Con todo, tenía cosas por hacer. El Norte de Hispania aún no había sido conquistado. La Galia Transalpina, brillante conquista de Julio César, seguía separada de Italia por los Alpes, que eran no sólo frontera física, sino militar y política, pues las tribus galas de aquellas tierras atacaban con frecuencia la llanura Padana y dificultaban el transporte por Liguria. El emperador que se había erigido en garante de la la paz no podía permitir que todo el norte de Italia estuviera al albur de los ataques, o que entre sus provincias no hubiera una segura comunicación por tierra. Así, tan pronto asumió sus nuevos poderes, se marcó el objetivo de pacificar todos los Alpes.
Costó varios años, pero la maquinaria bélica romana, ahora por fin libre de luchas intestinas, no encontró rival entre aquellas tribus galas. Con algunas firmó acuerdos de paz; a otras las arrasó. En el año 13 a.C. se podía decir con tranquilidad que los Alpes, desde el Véneto hasta Liguria, eran romanos. En las mismas fechas, el princeps empezó a ser llamado Emperador (Imperator) por sus soldados. Políticamente seguirá siempre siendo Augusto, pero ese nuevo título hará fortuna entre sus sucesores y pasará a la historia como la denominación más difundida del líder de los romanos.
Con los Alpes libres de enemigos, el segundo paso de la política alpina fue la construcción de una Via que, atravesando la Riviera, uniera las dos Galias: la Cisalpina y la Transalpina, la Península Itálica con la nueva provincia de los Alpes Marítimos. Se inauguró en el año 13 a.C. y fue llamada, no casualmente, via Julia Augusta. Parece que fue durante su construcción cuando surgió la idea de conmemorar la pacificación de la región con la construcción de un monumento colosal, que superase a todos en magnificencia y grandeza. No hay que olvidar que con la conquista definitiva de los Alpes se ponía fin a la amenaza gala, fuente secular de pesadillas para los romanos.
Para la colocación del monumento se eligió un promontorio natural situado justo en el límite de la nueva provincia, bien visible desde todos los puntos alrededor. El Trofeo flanquearía orgullosamente la nueva calzada y transmitiría el mensaje de que la victoria de Augusto significaba paz, bienestar y civilización. Por primera vez, los Alpes dejaban de ser una barrera entre pueblos.
El carácter único del Trofeo de Augusto
El Trofeo, que terminó de construirse en el año 6 a.C., lleva en sus muros inferiores la siguiente inscripción:
Al emperador César, hijo de Julio César, Augusto, Pontífice Máximo, emperador por la XIVª ocasión, en su XVIIº año de potestad tribunicia, el Senado y el Pueblo Romano han construido este monumento en conmemoración de que, bajo sus órdenes y auspicios, todos los pueblos alpinos, de la mar superior a la mar inferior, fueran sometidos al Imperio romano.
Las palabras atestiguan el significado histórico del Trofeo y el valor universal del –naciente– Imperio romano. Sigue una larga lista de todos los pueblos vencidos, con sus nombres en orden geográfico, de Oriente a Occidente, terminando con los más cercanos a La Turbie.
El nombre del edificio, Tropaea Alpium en latín (Trophée des Alpes en francés), terminó derivando en el nombre del pueblo que hoy lo alberga: Turbia en latín, Turbie en francés. Permaneció intacto hasta que las invasiones bárbaras del siglo V lo empezaron a dañar. En el siglo XII fue alterado para aprovechar su privilegiada posición como fortaleza, y parece que perdió entonces su nivel más alto –su cúpula y la escultura que la coronaba– en beneficio de una amplia torre almenada. En el siglo XVII fue mandado destruir por el Rey Sol, Luis XIV, que en su larga lucha contra los duques de Saboya destruyó todas las fortalezas de la zona.
Afortunadamente, no cayó del todo. Sus niveles inferiores aún se conservan casi intactos. A principios del siglo XX, una modélica restauración excavó en los escombros, recuperó piezas, adecentó el edificio y colocó en su sitio las pocas columnas recuperadas. En la actual, el Trofeo de los Alpes da una idea, tímida e incompleta, de lo que debió ser su antigua grandeza.
En el interior se instaló un pequeño museo con muchas de las piezas recuperadas, y allí puede verse una maqueta que reconstruye su aspecto original. Estaba hecho de piedra local, pero para sus partes más nobles, como los capiteles, se trajo mármol de las famosas canteras de Carrara.
Elevado sobre su alta cornisa, hoy sigue impresionando, y eso que a su alrededor han crecido calles y casas y una iglesia hecha en buena parte con sus materiales expoliados. En la Antigüedad, completo y casi solitario, debía impresionar aún más. Es lo que los arqueólogos llaman un unicum, un edificio sin par, que tomó influencias de los antiguos mausoleos funerarios de los reyes helenísticos, de los templos circulares, y de los faros. Es también uno de los monumentos más insignes del arte augusteo y de la cultura romana en la Galia, a la que Augusto dio un impulso decisivo.