El siglo XIX presenció el primer auge del turismo en el sentido moderno, es decir de masas. Al tiempo que surgían las primeras agencias de viajes y los primeros viajes combinados, la aristocracia europea escudriñaba los mapas a la caza de nuevos destinos que añadir al tradicional Grand Tour por Italia. Uno de esos destinos fue el Egeo, y en particular las más de treinta pequeñas islas que los geógrafos antiguos bautizaron como las Cícladas (palabra derivada de círculo, que hace referencia al escudo que forman en torno a la pequeña Delos, donde la mitología situaba la cuna de Apolo y Artemisa).
Las Cícladas, entre las cuales se cuentan Paros, Miconos o Santorini, no han perdido su encanto para el turista del siglo XXI, pero aquellos primeros viajeros, además de «playas paradisíacas, aguas cristalinas y pueblos con encanto», encontraron allí un tesoro artístico que iba a volverse muy popular en las capitales europeas.
Junto al turismo despegaba entonces la arqueología, impulsada por los espectaculares descubrimientos de Pompeya y Herculano (una arqueología entendida aún como “búsqueda del tesoro”, poco respetuosa con concepciones modernas como el patrimonio), y en las Cícladas aparecieron unas misteriosas figurillas que muchos se llevaron de vuelta como curiosos souvenirs. Desperdigas por Europa, pronto despertaron una admiración salvaje entre los artistas de vanguardia y los coleccionistas de arte.
Eran todas de mármol (un nombre más apropiado para las Cícladas habría sido Marmarinai o “islas de mármol”, pues este material se encuentra en abundancia en el archipiélago), utilizaban un lenguaje naturalista, a veces tan altamente estilizado y reducido a lo esencial que el ojo moderno se ve tentado a llamarlo minimalista. La mayoría, no todas, eran de sexo femenino, y algunas mostraban el abdomen hinchado ligeramente para sugerir un estado de embarazo. Las cabezas eran alargadas y estaban ligeramente inclinadas hacia atrás; los rasgos del rostro no existían o se limitaban a un largo triángulo para marcar la nariz. Eran figuras monolíticas y austeras, y sin embargo delicadas y alegres.
Rígidas y uniformes, evidenciaban sin embargo infinitas variaciones y un sugestivo movimiento contenido. Las de la última época representaban a músicos, flautistas y arpistas que recordaban al estilo alegre y jovial del arte cretense.
La fascinación y el misterio
Durante los últimos años del XIX el interés por estas figurillas fue en aumento y en paralelo creció el saqueo de los yacimientos, causando un daño irreparable no sólo a las comunidades locales sino al propio entendimiento del arte cicládico.
En Europa, la fascinación por estas figurillas alcanzó su cénit en la época de las vanguardias artísticas, que proporcionaron algunos de sus más fervientes admiradores: Picasso, Brancusi o Giacometti se entusiasmaron por la fuerza calmada de sus formas y por el misterio que las rodeaba. Las admiraban profundamente, pero poco sabían de la cultura que las había creado.
Hoy sabemos un poco más. Que se produjeron a finales de la Edad de Bronce, entre el año 3.000 y el 2.200 a.C., y que durante ese tiempo experimentaron, como el arte griego posterior, una evolución lenta, pero constante. Que formaban parte del ajuar funerario de los difuntos, aunque no pueda afirmarse si habían sido valiosas propiedades de los enterrados o si se producían ad hoc para acompañarlos en su descanso eterno.
Que la mayoría de las figuras representen a mujeres y que muchas de ellas aparezcan embarazadas parece sugerir que tenían una función similar a las esculturas neolíticas –las diosas madre– que rendían culto a la fertilidad. Que muchas de estas obras se hayan encontrado en ajuares funerarios podría sugerir algún tipo de creencia relacionada con el más allá. Reafirmar la vitalidad de la vida podría ser también el objetivo simbólico de los tipos masculinos propios de la última etapa del arte cicládico: el flautista, el arpista, el servidor de vino, el cazador o el guerrero.
Los europeos del cambio de siglo admiraron estas figurillas, en fin, igual que admiraron otras, neolíticas o africanas, porque eran testigos de un tiempo remoto y más puro, libre de las estrictas normas de la civilización moderna. Pero los últimos estudios dibujan un escenario muy distinto.
La producción cicládica de esculturas no sólo respondía a una fórmula estandarizada, que los escultores conocían de memoria, sino a un extraordinario refinamiento en el diseño que alcanzaba la armonía a través del cálculo y la proporción, exactamente igual que el arte griego clásico. Los ídolos cicládicos –ídolos en el sentido griego del término, eidolon, es decir, imagen– eran sofisticados y hacían gala de un primitivo antropometrismo como el que un par de milenios después sustentará el arte de Atenas o Corinto.
El arte cicládico puede ser un ejemplo tardío de cultos remotos que se hunden en la Prehistoria, pero es también una piedra en el camino que llevó al Doríforo y al Partenón.
El referido “misterio” de las figuras nace de su carencia de detalles, de su increible sencillez, pero este “minimalismo” (dicho sea con toda la precaución) pudo tener motivos más pragmáticos que filosóficos. Los escultores de las Cícladas produjeron, en todas las épocas de su desarrollo, dos líneas de productos: una era más naturalista e intentaba reflejar con precisión los rasgos del cuerpo; la otra era más sencilla y los reducía a la mínima expresión (con un talento exquisito), hasta el punto de reducir los brazos a un par de incisiones sobre el pecho o dejar el rostro reducido a su forma (que luego, no obstante, se pintaba).
Hoy son estas últimas las que más nos llaman la atención y las que más convencidamente llamamos “modernas”, pero bien pudieron ser el intento de los escultores cicládicos de reducir costes de producción, simplificar el proceso de fabricación y llegar a mercados más amplios, dejando los tipos más naturalistas como versión avanzada para clientes más adinerados. No hay que olvidar que en las Cícladas, como en la mayor parte de las islas griegas, la agricultura estaba geográficamente negada, y fueron la industria y el comercio los motores de la economía.
El avance del conocimiento no tiene que desmitificar estas fantásticas creaciones. Su valor reside en su belleza y en el talento que fue necesario para diseñarlas, más allá de que su sencillez respondiera a creencias y rituales perdidos o a la búsqueda del beneficio empresarial. Lo verdaderamente importante es que estos productos milenarios, nacidos de talleres desconocidos y por motivos que sólo empezamos a imaginar, siguen disponibles en nuestros museos, y siguen maravillándonos cuatro mil años después.
Para ver arte cicládico, no vayas a las Cícladas
Consecuencia directa de la forma en que el arte cicládico se redescubrió en Europa –en oleadas desordenadas de viajeros coleccionistas– es que hoy en día esté disperso en museos de medio mundo. El título de este último epígrafe, no obstante, es un poco tramposo: en realidad, el Museo Arqueológico de Naxos sí conserva una buena colección de arte cicládico. Y el expolio sistemático del que fue víctima esta colección se consiguió arreglar, en parte, a finales del siglo XX, cuando el gobierno griego consiguió traer de vuelta la importante colección de Nicholas Goulandris.
Con ello, la más importante colección permanece en Grecia (eso sí, en Atenas), repartida entre el Museo Arqueológico, el Museo de Arte Cicládico de Atenas, y el –menos importante– Museo de Pavlos y Alexandra Kanellopoulou.
En Inglaterra, el British Museum tiene una sala entera dedicada a las Cícladas; también conviene visitar el Ashmolean Museum de Oxford, el Fitzwilliam Museum de Cambridge y el Sainsbury Centre for Visual Arts de Norwich. Excelentes colecciones se conservan en Alemania, especialmente en el Staatliche Antikensammlung de Munich, en el Badisches Landesmuseum de Karlsruhe y en el Staatliche Musee de Berlín.
Notable es también la colección del Antiksamlingen Nationalmuseet de Copenaghe. En Francia la única colección reseñable está en el Louvre. En España no existe ninguna
En Estados Unidos son destacables las colecciones del J. Paul Getty Museum de Malibú, la del Metropolitan Museum of Art de Nueva York y la de la Menil Collection de Houston, aunque hay colecciones menores en decenas de museos.