Dijo el prestigioso arabista Emilio García Gómez que “la Alhambra es un álbum maravilloso y siempre nuevo, que ilustran los surtidores y encuadernan los bosques melancólicos”.
Lejos de ser un simple ornamento, estas metáforas “editoriales” que utiliza García Gómez apuntan hacia uno de los rasgos más característicos del palacio nazarí: su extenso programa caligráfico, que además de adornar sus muros explica, y a la vez expande, el significado de la arquitectura, con claridad, con precisión, y muchas veces, de una forma del todo original, en primera persona.
Hasta qué punto las relaciones entre la caligrafía, la arquitectura y el paisaje circundante están bañadas de significados y de matices –casi siempre invisibles al ojo del visitante, a menos que éste vaya sobre aviso o con un buen guía– puede verse en un espacio concreto: la sala conocida como el Mirador de Lindaraja –o de Daraxa–, un pequeño rincón que ilustra a la perfección la riqueza semántica del palacio nazarí.
Se trata de una habitación emplazada en el Palacio de los Leones y muy cercana al Patio del mismo nombre, al que está unido visualmente como se aprecia en el gráfico anterior. El mirador se proyecta, por la desigual topografía de la Alhambra, sobre un piso inferior conocido como el Jardín de Lindaraja, del que toma su nombre. En cada uno de los tres lados que van a dar al jardín se abre una ventana ajimezada cuya base llega casi hasta el suelo, pues su función era servir de mirador. Hasta aquí todo es obvio para cualquiera, pero conviene preguntarse, ¿servir, a quién? ¿y mirar, a dónde?
Una sala de este tipo, de modestas dimensiones, no se concibió para albergar grandes ceremonias o recepciones. En toco caso reuniones más pequeñas; quizá negociaciones políticas especialmente sensibles y privadas; tal vez otro tipo de encuentros o debates entre el emir y sus consejeros, o entre el emir y los académicos y literatos que poblaban su corte; puede que fuera un simple lugar de retiro y de reflexión.
¿Y mirar, a dónde? Hoy la vista original se ha perdido, pero hasta el siglo XV, antes de que Carlos V elevara el nivel de las murallas circundantes, la ventana central, la que mira al Norte, era una atalaya abierta al paisaje.
¿Un mirador, pues, para placer del emir y sus invitados? ¿O algo más? El nombre original del mirador –que fue construido, al igual que el Patio de los Leones, durante el reinado de Muhammed V– era Daraxa, que significa «el ojo de la casa de Aisa”. Esto no nos dice mucho porque la identidad de Aisa es desconocida, pero a lo largo del marco de la ventana principal pueden leerse una serie de poemas que definen muy bien tanto la función del mirador como la posición del que mira. Esto es lo principal:
En este jardín yo soy el ojo lleno de gozo, y la pupila de este ojo es nuestro señor / Muhammed V, alabado por su valentía y generosidad, con notable fama y graciosa virtud / Él es la luna llena en los horizontes del Imperio, sus signos son perennes y su luz es brillante / En su morada él no es otro que el sol, cuya sombra es beneficiosa / En mí él mira desde su trono califal hacia la capital y su reino entero.
Un rasgo único de las caligrafías de la Alhambra, decíamos al principio, es que el edificio se explica a sí mismo hablando en primera persona, y se explica además con mucha claridad. En este caso nos confirma que el mirador no es, como ya habrá quedado claro, una simple ventana para permitir el paso del aire, o para deleitar a sus habitantes con bonitas vistas.
En los palacios andalusíes, el mirador no proveía únicamente un lugar para mirar […] era un marco material, que delimitaba el alcance de la visión, pero también un marco ideológico, que articulaba las posiciones de poder. El objeto se presentaba como la creación, y el sujeto, como el creador.
Fairchild Ruggles.
Ideología, posiciones de poder y relaciones entre objeto y sujeto en términos de creación y creador. Esta es la clave de bóveda, en la interpretación que hace la profesora Fairchild Ruggles en The Eye of Sovereignty: Poetry and Vision in the Alhambra’s Lindaraja Mirador, y que a partir de aquí seguimos.
Pero antes, un error en el que podría caerse con facilidad. Se dice a menudo, seguramente por la abundancia de jardines y por su rica vegetación, que la Alhambra, igual que otros palacios islámicos, supone un intento de traer la naturaleza hasta la ciudad, o de fusionar naturaleza y arquitectura, pero no es de esa índole lo que aquí estamos viendo. En realidad, el paisaje que se podía contemplar desde el mirador tenía muy poco de natural: se desconoce qué vegetación crecía en el siglo XIV en el patio de Lindaraja, pero bien podían ser naranjos, o ricas variedades de flores y frutas. Todo ello sólo podía crecer si era artificialmente irrigado para sobrevivir a los secos y calurosos veranos de Andalucía. De la misma manera, todo cuanto crecía en las granjas y áreas de cultivo que podían vislumbrarse desde la Alhambra lo hacía gracias a la avanzada irrigación, a los conocimientos en fertilización y, en fin, a las técnicas agrícolas que los reinos de al-Andalus tan bien dominaron.
El arquitecto, el poeta y el patrón eran muy conscientes del poder del marco y de su potencial como metáfora.
Fairchild Ruggles.
La apacible escena de orden y productividad que podía contemplar el emir no era la del estado natural de las cosas, sino todo lo contrario: era el aspecto que el reino de Granada debía tener si se mantenía bajo el buen gobierno de su emir, de la dinastía y del Islam. Recordarlo era justamente el papel del mirador.
Mucho más que una bonita vista, el mirador de Lindaraja era una alegoría del buen gobierno, del mismo tipo que la que sólo unos años antes había pintado en Siena Ambrogio Lorenzetti. Una alegoría abierta y viva, una obra enmarcada y parlante para mostrar los efectos benefactores del Islam. Un goce visual e intelectual –“yo soy el ojo lleno de gozo”– y un ejemplo de lo mucho que hay que ver y aprender en ese album “siempre nuevo” que es la Alhambra.