Córdoba es una ciudad que invita al paseo. Tiene muchos distintos, y hoy os proponemos uno bajo la visión particularísima de Julio Romero de Torres, un artista que entendió su ciudad como dueña de una hermosura mística, y aún a riesgo de caer en el tópico, se puso Córdoba por bandera, la vistió de flamenco y de toros, de pecado y deseo, y le dio vida en idealizados cuerpos de mujer.
Su pasión por el flamenco y la temática fundamental de sus cuadros le ha valido hasta hace pocos años un injusto e ignorante concepto localista de su obra. Su dimensión internacional y el impacto mediático del que disfrutó en su época están más que demostrados en documentos y hemerotecas. Apoyado por miembros de la Generación del 98, como Valle Inclán, su obra provocó el rechazo académico, por escandalosa, y el de los pintores modernos, por considerarla alejada de la vanguardia. Hoy sus obras alcanzan precios millonarios como se pudo ver hace unos años, ya en el siglo XXI, en la sala londinense Sotheby`s.
Córdoba de luto por Julio Romero de Torres
Falleció en 1930, con 55 años ligados desde la cuna al mundo del arte. La ciudad se vistió de luto en lo que fue una cálida y sincera despedida y su féretro fue llevado a hombros hasta la Mezquita-Catedral para el funeral y de allí a la Plaza de Capuchinos para despedirse de la Virgen de los Dolores, donde un violinista interpretó la «Reverie» de Robert Schuman, como oración fúnebre.
Al entierro acudió en representación de la Casa Real, José Estrada, Ministro de Gracia y Culto. Algo más de un año después, en noviembre de 1931, Niceto Alcalá Zamora primer presidente de la Segunda República, inauguró el Museo de Julio Romero de Torres para albergar las obras que su familia donó a la ciudad. En 1953, la dictadura franquista imprimió un billete de 100 pesetas que llevó a las manos de los españoles la imagen del pintor acompañado en el reverso por su obra Fuensanta, cuya modelo María Teresa López, era la popular «Chiquita piconera», cuadro testamento de Romero de Torres.
Fue utilizado por la España de pandereta. Al respecto de esto Mercedes Valverde, estudiosa de la obra del cordobés, puntualiza lo siguiente en el catálogo de la exposición Miradas en Sepia, celebrada en el 2006 en el Círculo de la Amistad de Córdoba:
Tuvo amigos íntimos como Los hermanos Machado, Valle Inclán o Gómez de la Serna y fue amigo muy querido de una andaluza republicana y feminista a la que retrató en plena madurez, Carmen de Burgos, pareja durante veinte años de Gómez de la Serna, en una relación muy atrevida en aquella época pues ella era bastante mayor que él. Tanto Carmen como Ramón eran fervientes defensores de la pintura de Julio. Otra mujer feminista, rompedora en aquellos tiempos, fue la socialista Margarita Nelken, a quien retrató también y que formó parte de la lista de amigos de aquel «folklórico pintor de la mujer morena».
Lo cierto es que cuando le llegó el éxito en la etapa final de su vida, y adquirió fama internacional, sus cuadros se convirtieron en iconos en algunos países. Muchas mujeres quisieron ser retratadas por “el pintor que mejor pintaba a las mujeres” como Josephine Baker, gran diva americana del teatro de variedades, Adela Carbone de Arcos, y su hermana Mery; actrices italianas, Pastora Imperio, a la que hizo al menos cuatro retratos, Tórtola Valencia, gran diva española del Music Hall internacional, Concha Piquer, La bella Otero, famosa bailarina española que triunfara en EEUU, apodada «la Madonna». Anita Delgado, Princesa de Kapurthala, y un largo etcétera entre el que se encontraban aristócratas y «decentes» mujeres de los círculos burgueses.
El barrio de Julio Romero de Torres
Nació el pintor en la popular Plaza del Potro, a pocos pasos de la ribera del Guadalquivir, desde donde se ve el que fue durante veinte siglos el único puente de la ciudad, el Puente Romano que tantas veces aparecerá en los cuadros de Julio.
La plaza la inmortalizó la insigne pluma de Cervantes en Rinconete y Cortadillo y en la universal Don Quijote. Miguel de Cervantes fue vecino de la Posada del Potro durante unos años de su niñez que debieron dejarle una honda huella, pues volvió en repetidas ocasiones a reencontrarse con la ciudad.
En la acera de enfrente encontramos la que fue su casa, el antiguo Hospital de la Caridad, fundado bajo el patrocinio de los Reyes Católicos en el siglo XV, y que hoy alberga el citado Museo de Julio Romero y el Museo de Bellas Artes de Córdoba. Aquí se gestó el mundo del pintor que inmortalizó el alma de Córdoba. Su padre Rafael Romero Barros, fue director del entonces Museo Provincial de Pintura, y el primer maestro de Julio y de sus hermanos.
De aquí saldría con una sólida formación humanística, anclada en la pintura y en la música, otra de sus pasiones que derivó hacia la orilla del flamenco, del que llegó a decir:
Si a mí me hubiesen dado a escoger entre la gran personalidad de Leonardo de Vinci –por el que siento una admiración que lo reputo como el primer pintor de la historia o la de Juan Breva, no habría vacilado. Yo habría sido Juan Breva, es decir, el mejor Cantaor que ha habido.
He cantado, bailado y picado toros, salí de Córdoba y conocí la vida de los mineros y su cante flamenco. Pero no triunfé».
Córdoba, flamenco, coplas y toros
Donde sí triunfó Julio Romero de Torres fue en la pintura, y allí volcó con alegorías que traspasaron nuestras fronteras, con esa cualidad flamenca de tocar, bailar y cantar los sentimientos del alma. Muchos de sus cuadros están inspirados por las letras del flamenco. Los nombres de los mismos suenan a Alegrías, o a Saetas, llegó incluso a Consagrar la Copla; porque su inspiración simbolista no parte de grandes obras literarias, sino de la inmensidad de los pequeños poemas flamencos.
Con este cuadro considerado el culmen de su personalísimo Pre-Rafaelismo, provocó un escándalo, que no sería el único, al santificar el mundo pagano de la Copla. Inspirándose en la barroca Virgen de los Plateros de Valdés Leal, y utilizando las técnicas compositivas de los maestros del Renacimiento italiano, mira a Perugino en su Entrega de las llaves a San Pedro, y eleva la Copla y sus mundanos ecos a un mundo mitológico de la cultura andaluza.
Con una valentía irreverente, sube a la Virgen a un trono barroco, y bajo una mantilla de blonda le desnuda los hombros y nos enseña el pecho virginal mientras corona con el pagano laurel a una mujer con guitarra, que simboliza La Copla.
Arrodilla ante La Copla a una dignidad episcopal, mientras en el lado contrario y sustituyendo a San Felipe de la Virgen de Los Plateros, una dulce monja nos mira como aquel. La corte de ángeles que acompañan a la Virgen de Valdés Leal se convierte aquí en una corte de personajes famosos del momento; Pastora Imperio, Socorro Miranda, Adela Carboné, etc., y en un primer plano nos encontramos de nuevo a Machaquito. A la derecha un autorretrato nos recuerda esta tradición pictórica del Renacimiento.
Y en el fondo de la escena Córdoba como templo sagrado del cante; sobre dos pedestales que rematan una verja, aparecen dos «esculturas» de Lagartijo y Guerrita, y en el centro, la iglesia de Santa Marina, parroquia cordobesa de los toreros, delante de la cual vemos una procesión que acompaña a una Virgen, y al otro lado unos caballistas que parecen participar en una romería o una feria, para acabar perdiéndonos la vista por el Puente Romano, la Torre de la Calahorra, el Campo de la Verdad y Sierra Morena, que terminan de componer ese doble juego de intenciones, un diálogo constante a lo largo de su obra.
En cuanto a lo taurino más que el escenario, Romero de Torres busca el símbolo torero y lo magnifica. La tauromaquia aparece en retratos de toreros, como éste de su amigo Machaquito, «la apoteosis del toreo cordobés», cuya imagen hemos visto ya en la Consagración de la Copla.
El colosal tamaño del personaje, muy lejos de la menuda presencia del retratado, se presenta en primer plano, hierático como un icono bizantino; lo magnifica y lo coloca al frente del toreo cordobés. Utilizando el paisaje urbano a través de la perspectiva, nos lleva a la Plaza de la Corredera, antaño una eventual plaza de toros. Detrás aparece el campanario renacentista de la iglesia de San Lorenzo, tras la que nos volvemos a encontrar con la ribera del Guadalquivir, y el mismo fondo del cuadro anterior; el Puente Romano, la Torre de la Calahorra, el barrio del Campo de la Verdad y Sierra Morena.
Un simbólico retrato en el que aparecen de nuevo otras dos columnas del toreo cordobés, Guerrita y Lagartijo, sobre pedestales como héroes romanos, que flanquean uno de los triunfos de San Rafael, cuya presencia es habitual en tantas plazas de Córdoba.
Original, rompedor y estudiado retrato de un torero que nos pasea a través del lienzo desde la Córdoba romana a la de sus días, y nos mece sin apenas darnos cuenta, desde el traje de luces del torero a los brillos de Bizancio en el magnífico mirhab de la mezquita.
La mirada al amor de Julio Romero de Torres
Ana López, es la modelo de este lienzo que le valió al pintor la ansiada Primera Medalla de la Exposición Nacional de 1908. Conoció Julio Romero de Torres a esta preciosa gitana en un Cabaret entonces conocido como Patio Andaluz. La llamaban «Carasucia» y posó para él en varias ocasiones, pero le dió más de un dolor de cabeza.
Hace años, en Córdoba, tuve por modelo a una muchacha bastante bonita y preciosa de cuerpo, muy morena y de mirada muy expresiva. Era una juerguista consumada, y no puede usted formarse una idea de lo que hube de sufrir hasta conseguir finalizar la tela. Que unos cuantos señoritos se la habían llevado de farra por unos días a una finca de Lucena, pues allí que te iba yo a traerme por una oreja a la modelo «Carasucia». ¡Una desesperación¡
Le costaría terminarlo pero mereció la pena, este lienzo que hoy se encuentra en depósito en el CAAC de Sevilla, lo pintó después de un viaje por Europa en el que conoció de cerca la obra de Manet y la de Puvis de Chavannes, aunque se sintió siempre más cerca de la obra de Dante Gabriel Rossetti y de Burne Jones. Los ingleses miraron al Quattrocento para crear un tipo de mujeres lejanas, misteriosas y sensuales, nacidas de los ensueños de aquellos artistas, que heredarían los simbolistas, convirtiéndose en el cambio de siglo en la Femme Fatal cuya presencia todo lo inundó.
Si hacemos una comparación entre dos Femmes Fatales, la Gitana de Romero de Torres y la Olimpia de Manet, vemos en la gitana, una obra más naturalista que la del francés; aunque le cambia la postura a la protagonista, las miradas de ambas están dirigidas al espectador y las dos reflejan la misma actitud, en sus miradas no hay culpa, ni complejos, ambas ofrecen sus cuerpos al mercado del amor.
Con la gitana aparece en penumbra un guitarrista flamenco que simboliza la pasión, y que sustituye a la mujer negra que ofrece a Olimpia un ramo de flores, tarjeta de visita del posible cliente y alegoría del gozo sensual. Y si la parisina está envuelta en un ambiente orientalizante por el aroma de rosas de Alejandría, desde la mirada de la gitana andaluza nos llega el aroma de jazmines y damas de noche del verano del Guadalquivir, que se pierde en el fondo del crepúsculo cordobés.
Olimpia coloca su mano ocultando el objeto esencial del «trato» hasta llegar a un acuerdo, mientras La Musa de Julio Romero de Torres que se muestra entera, promete seductora desde los sones de una toná:
Gitanilla como yo/no la puedes encontrar/aunque gitana se güerva/toíta la cristiandad.
Por cierto este cuadro lo presentó Julio Romero de Torres sólo un año después de que sus Vividoras del Amor fuera rechazado por inmoral. Obra en la que aparece de nuevo en primer término «Carasucia», y que ha sido relacionada con Las Señoritas de Avignon que Picasso pintara en 1907, después de que la obra de Romero de Torres se expusiera en París.
Las artes en la obra de Julio Romero de Torres
De nuevo vemos en esta obra un monumento descontextuzalido, la Puerta del Puente, que como vimos al principio no estuvo siempre exenta. En busca de una perspectiva paisajística inspirada en la obra de Tiziano, Venus recreándose en el amor y la música, vemos como utiliza esta puerta como entrada a la ciudad de los califas, a la que sitúa al fondo de un paisaje que sugiere la ribera del Guadalquivir.
Los protagonistas del cuadro son la cupletista española Raquel Meller y su marido, el escritor guatemalteco, Enrique Gómez Carrillo.
De la misma manera utilizó diversos lugares de Córdoba para componer este hermoso poema a su amada ciudad, en el que va desgranando rincones como versos, cuya cadencia la marcan ocho mujeres, ocho miradas llenas de misterio.
En las escaleras del Real Círculo de la Amistad de Córdoba, se pueden disfrutar los espléndidos lienzos que le encargara esta institución hacia 1900, y en los que creó las alegorías sobre las artes; la Escultura, la Música, La Literatura y La Pintura cuando andaba inmerso en su periodo Modernista-Simbolista, llamado también verde-azul.
La búsqueda del ideal femenino
Buscando el ideal de belleza femenino Julio Romero de Torres utilizó una buena dosis de fetiches eróticos, esto lo ilustra muy bien su amigo Corpus Barga, que en un texto titulado Julio Romero de Torres. España pintada por los españoles. Córdoba y su último pintor, cuenta como un paseo que daban juntos por Córdoba se convirtió en un continuo asalto femenino, y en cada inesperado encuentro el pintor le comentaba el fragmento extraordinario del cuerpo de la encontradiza mujer:
“¿quiere ver a una niña que tiene el pie bonito, pero bonito de verdad? –y en una especie de procesión ritual, lo llevó a ver las manos más bonitas, el brazo, los ojos- …al día siguiente, en el estudio de Romero de Torres, encontré, reunidos en los cuadros del pintor, el pie, las manos, los ojos, los diferentes trozos de Córdoba que había visto el día anterior desperdigados por sus calles”
La fragmentación de la belleza para construir el ideal, está presente de manera contínua en la tratadística del Renacimiento, en aquella búsqueda hacia la belleza ideal que predicara Platón. Julio Romero de Torres camina por la belleza sensible de la piel de sus mujeres, para asomarse a la belleza suprema, a través de la negra luz de sus miradas.
Aprehendió la manera renacentista de explicar con los fondos la situación de la figura que protagoniza la pintura, y utilizó trozos de su ciudad para incluirlos en su narración pictórica, y si bien es verdad que la fuente primera y última de la inspiración del pintor es la mujer, es innegable que la eternidad de Córdoba; la plácida, lenta y ensimismada Córdoba en la que vivió Julio Romero de Torres, es fuente inagotable de su obra.
Al final de la Calle Amador de los Ríos, frente al muro occidental de la mezquita, se ve serpentear la calle Cardenal González, que en un agradable paseo nos lleva a la Plaza del Potro, donde se encuentra el museo dedicado al pintor. Si nos permiten un consejo acérquense, busquen en sus cuadros los edificios y monumentos, y después piérdanse por su ciudad en busca de esos trozos de Córdoba que le sirvieron para encontrar el marco de sus mujeres. O háganlo al revés, búsquenlas a ellas para soñar la ciudad.