La Piazza Navona es uno de los espacios públicos más maravillosos de Roma. Tiene tres fuentes espléndidas, una iglesia monumental, el toque genial de Bernini y Borrimini y un ambiente lleno de vida, especialmente al atardecer.
Por si fuera poco, está en el corazón de la Roma barroca. Tiene cerca el Tíber, Castel Sant’Angelo y el Vaticano, y casi al lado San Luis de los Franceses y el Panteón.
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La Piazza Navona es un lugar para pasar y para quedarse, para ver una y otra vez, para enamorarse de Roma. No hace falta hacer colas, planificar horarios ni reservar entradas para disfrutarla. Y es un lugar que lleva ahí siglos, que tiene un historia antiquísima. Su extraña forma tiene que ver, de hecho, con su antigüedad.
Al fin y al cabo, ¿dónde se ha visto una plaza así, tan larga, tan estrecha, con tantas fuentes y con uno de sus extremos de forma ovalada?
Capítulo 1 El estadio de Domiciano
Durante los primeros siglos de Roma, toda esta zona estaba fuera de la ciudad, más allá de las murallas servianas. Desde muy antiguo lo habían utilizado los militares para sus entrenamientos, y en algún momento desconocido, alguien debió sufragar un pequeño templete dedicado al dios de la guerra, Marte. De ahí salió su nombre: el Campo de Marte.
Con el tiempo las cosas han cambiado mucho. Hoy es uno de los veintidós barrios de Roma. Ya no tiene nada de campo ni se utiliza para la guerra. De hecho, es el verdadero centro de Roma y está plagado de calles antiguas y monumentos. Lo que no ha perdido es el nombre y está bien que así sea. Es un nombre bonito, el Campo de Marte.
Fue en tiempos de Augusto cuando se urbanizó. La Siete Colinas se habían quedado pequeñas y los romanos más ricos buscaron áreas más espaciosas donde construir sus domus y sus villae. El Campo de Marte estaba cerca del centro y el Tíber dibuja allí un bonito meandro que lo protege y lo refresca. Además, había espacio de sobra.
La idea fue de Julio César –siempre adelantado a su tiempo– pero, como tantas otras, el que la puso en marcha fue su ahijado. Augusto construyó allí su mausoleo, su hermoso altar de la paz, su gigantesco reloj de sol. Se instaló en el Monte Palatino por motivos simbólicos, pero la Roma de Augusto es básicamente esta: el Campo Marzio, un campo de la guerra grandioso, marmóreo y sin soldados.
Allí nació la Piazza Navona, unos ochenta años después.
Domiciano fue uno de esos gobernantes que no quisieron o no supieron rodearse de una corte de aduladores escritores y artistas. Como consecuencia, todos los historiadores antiguos hablaron mal de él.
Los modernos dicen en cambio que no fue para tanto. Que, de hecho, fue un gobernante eficaz, un buen líder y un gran gestor. Lo que está claro es que fue el creador de la Piazza Navona.
La extraña forma de la plaza se debe a que nació como una instalación deportiva.
¿Un circo para las carreras de cuadrigas?
No exactamente, aunque muchas guías lo digan así. Nunca fue un circo, sino un estadio. Algo muy parecido, en realidad, a nuestros modernos estadios de atletismo. No se utilizaba para carreras de carros sino para competencias atléticas, para carreras a pie.
En aquella época Roma ya tenía un circo, uno espléndido y colosal llamado, no por casualidad, Circo Máximo. No hacía falta otro, ni había espacio para él en el ya abigarrado Campo de Marte.
Lo que ocurrió fue que los romanos se aficionaron a la costumbre griega del atletismo.
Cualquiera que haya paseado por el Circo Máximo sabrá que aquello no servía para las carreras a pie. Sería como poner a un atleta moderno por un circuito de fórmula uno. Había que construir algo más coqueto, más pequeño, y eso fue lo que hizo Domiciano. En sus gradas cabían veinte mil personas y justo al lado se edificó un Odeón, un pequeño teatro para conciertos de música y de poesía.
Ese fue el origen de la Piazza Navona. El Estadio de Domiciano le dio su forma alargada y estrecha. Y parece que también le dio su nombre moderno. Eso dice Robert Hugues, un experto crítico de arte y literatura que ha escrito uno de los más exquisitos libros dedicados a la ciudad de Roma (sin duda la mejor lectura que se puede hacer antes de visitarla):
Al ser un lugar donde se realizaban intensos esfuerzos físicos, se había llegado a conocer como circus agonalis o platea in agone, lo cual fue transformado por el dialecto romano en «Plaza Navona».
Voilà. Hoy, sentados en sus elegantes –y carísimas– terrazas para turistas, viendo al ajetreo de los pintores y los vendedores ambulantes, cuesta imaginar la elegante piazza con su suelo de arena y sus gradas llenas de enfervorecidos seguidores y apostantes. Pero existió. En este mismísimo lugar. Hace casi dos mil años.
Después de Domiciano se sabe que el estadio se utilizó a veces para espectáculos de gladiadores, y ahí podemos incluir cualquier barbaridad imaginable.
Es un suelo, el de la Piazza Navona, bañado de sangre, y no solo de gladiadores.
Cuando la persecución de los cristianos alcanzó su fase más grave a muchos los ejecutaron allí, en la arena o entre las viejas gradas. Hombres y mujeres como santa Inés, en cuyo honor se levantaría, siglos después, la iglesia que hoy domina la piazza.
Cuando el Imperio cayó quedaron pocos viviendo en Roma. Los que lo hicieron solían ocupar los viejos monumentos abandonados. Las gradas del estadio de Domiciano se convirtieron en vivendas. Parte de la arena quizá albergó también algunas casas improvisadas, y otra parte debió convertirse en lo que es hoy: un lugar de encuentro, una plaza. La Piazza Navona es seguramente una las plazas más antiguas del mundo.
Capítulo 2 El martirio de Santa Inés
La iglesia romana siempre ha tenido especial cariño a las primeras mártires vírgenes cristianas, cuanto más hermosas mejor. Una de las primeras, a la que más se ha honrado de todas, y la única a la que se le dedicó una iglesia de peregrinación, fue santa Inés, del siglo IV, cuya fe se mantuvo tan incólume a lo largo de sufrimientos (infligidos, según una versión, durante la persecución de Diocleciano, mientras que otros afirman que fue la de Decio) que habrían hundido a cualquier virgen normal.
Santa Inés debía tener doce o trece años. Había cometido el crimen de declararse públicamente cristiana cuando un edicto imperial lo prohibía expresamente. Cuentan las fuentes que una cohorte de paganos enfurecidos la agarraron y la desnudaron, pero que sus cabellos crecieron súbitamente para ocultar su cuerpo. Un joven lujurioso propuso entonces humillarla destinándola a un burdel, pero mientras se deleitaba mirando su cuerpo Dios lo dejó ciego. Al final la mataron a espadazos.
Tiempo después, en el lugar del martirio construyeron un santuario al que llamaron Sant’Agnese in Agone, Santa Inés en Agonía. En la Edad Media Roma carecía de riqueza, pero los fieles lo fueron ampliando, poco a poco.
Cuando llegó el Renacimiento, con su esplendor y su dinero, y más tarde el Barroco, con sus grandes familias y sus grandes mecenas y sus grandes arquitectos, alguien se ocupó por fin de convertir la modesta iglesia de Santa Inés en un templo monumental, a la altura su historia.
El dinero vino de una familia de nuevos ricos, los Pamphilj o Pamphili. La maestría, de tres arquitectos: uno menos conocido, Rainaldi, y los dos monstruos de la época: Bernini y Borromini.
Borromini rediseñó la fachada de Santa Inés como una curva cóncava y ovalada entre los campanarios que esta tenía a cada lado. La fachada de la iglesia que se ve desde la plaza, por consiguiente, es un palimpsesto de la obra de tres arquitectos: Borromini hasta la comisa, después un frontón clásico realizado por Bernini, y finalmente la cúpula y las partes superiores de los campanarios, que son obra de Rainaldi. Es un caballo diseñado por un comité.
En el interior se conserva la reliquia del cráneo de Santa Inés, y también el sepulcro monumental del papa Inocencio X. Giovanni Battista Pamphili fue quien sufragó la renovación de la iglesia y el palacio adyacente y las grandes fuentes de Bernini. Su dinero pagó la Piazza Navona tal y como la conocemos hoy en día.
Capítulo 3 El orgullo de los Pamphili
Los Pamphili habían llegado a Italia –eso dicen ellos– en la época de Carlomagno. Se asentaron en la preciosa ciudad de Gubbio y allí debieron prosperar como pequeños signori hasta que, a mediados del siglo XV, se trasladaron a Roma.
Era donde debía estar cualquier familia ambiciosa, y los Pamphili lo eran. Iniciaron entonces una política de alianzas matrimoniales que los llevará a convertirse, casi dos siglos después, en el clan aristocrático más rico e influyente de la ciudad.
En la época de Bernini y Borromini, de las fuentes y las plazas, eran ya los dueños del dinero y del poder. Uno de ellos, Giovanni Battista, se convirtió entonces en el papa Inocencio X.
La Piazza Navona era uno de los pocos lugares de Roma que aún se podía engrandecer y embellecer. Inocencio asumió la tarea y la convirtió en un espacio dedicado a la glorificación pública de su familia. Construyó el Palacio Pamphili como anexo a la iglesia de Santa Inés, cuya renovación también financió. En su día, iglesia y palacio estaban conectadas secretamente, al estilo de los Medici.
Junto a los dos edificios estaba también el palacio familiar de los Doria (curiosamente estas dos familias se unirían siglos después), pero la vieja platea in agone era otra cosa. Un magnífico espacio abierto, como hoy, lleno de vida:
frecuentada tanto por los gerifaltes que daban su passeggiata vespertina como por todo tipo de malabaristas, contorsionistas, carteristas, proxenetas, prostitutas, vendedores ambulantes y patanes cuyos descendientes aún abarrotan la plaza cuando empieza a oscurecer.
Cuenta Robert Hughes que hasta finales del siglo XVIII la plaza se inundaba con agua de cuando en cuando, y los romanos se refrescaban allí mientras un desfile de carruajes tirados por caballos desfilaban dando vueltas a su alrededor.
Debió de ser un espectáculo realmente digno de verse, aunque la inmersión prolongada en el agua no debió de hacer demasiado bien a los chasis y las ruedas con radios de madera de las carrozze. Pero a veces un romano no tiene más remedio que mostrar una bella figura, aunque su carruaje se deforme.
La Piazza Navona en la época barroca fue un centro para el teatro callejero, para las procesiones y las ceremonias folklóricas. Una de las más famosas era la Giostra del Saracino, una competición de justas en la que el blanco de las lanzas era una efigie de un sarraceno montada sobre un poste.
Pero ninguno de estos placeres del effimero barocco podía compararse con lo que Inocencio X, mediante las atenciones dispensadas por Bernini, hizo de la plaza.
Faltaba algo, en efecto. Una decoración, un detalle festivo y lúdico, en el centro de ese amplio y monumental espacio vacío. Faltaban las fuentes.
Capítulo 4 Un etíope, un dios y cuatro ríos para terminar la Piazza Navona
El problema es que el papa no podía llamar a Bernini.
El gran Gian Lorenzo había sido el artista preferido del pontífice anterior, Urbano VIII, que pertenecía a la denostada familia de los Barberini. Los Barberini y los Pamphili no se llevaban bien, y Bernini había levantado para los primeros el Baldaquino del Vaticano y otros muchos encargos.
Inocencio X no podía valerse del mismo, pues sería como admitir que su predecesor había hecho algo bien.
Y aunque Bernini era un grande, había más opciones. Un tal Francesco Borromini anda suelto, y todo hacía indicar que sería el nuevo dominador, el arquitecto de cabecera de los Pamphili.
Cuando el proyecto de una fuente monumental frente a Santa Inés salió a concurso, Bernini estaba vetado y Borromini planteó un proyecto ganador. Ideó incluso un acueducto que llevara agua a una fuente colosal que representaría cuatro ríos como símbolos de las cuatro regiones del mundo conocido. Era irresistible.
Sin embargo, ganó el proyecto de Bernini.
Dicen que recibió la ayuda de un amigo poderoso, el príncipe Nicolás Ludovisi, muy amigo del Papa.
"Diseña la fuente", le dijo, "y yo me encargaré de que la vea el Papa". Y Bernini diseñó la fuente. Y Ludovisi la colocó en una estancia de paso en el Palacio Pamphili. Y el Papa la vio. Y dicen que dijo:
Será necesario emplear a Bernini a pesar de quienes no lo desean, pues aquel que no desee valerse de los planes de Bernini debe tener cuidado de no verlos.
Suena todo demasiado apócrifo, pero no hay duda de que Bernini supo tocar la fibra sensible de cualquier familia poderosa: su proyecto era un halago profundo al orgullo de los Pamphili.
La fuente incluía una abigarrada fantasía de monstruos marinos que simbolizaban los cuatro ríos como símbolos de los cuatro continentes. La idea no era suya, sino de Borromini, aunque en realidad proviene de la mitología griega y de la forma como normalmente se representaba el paraíso.
El paraíso heleno contenía, en su centro, una fuente o un mantantial, desde el cual manan cuatro ríos que riegan las cuatro partes del mundo. El Gihón, el Pisón, el Tigris y el Éufrates. Como en la época de Bernini el mundo conocido era más extenso, los nuevos ríos fueron el Danubio, el Nilo, el Ganges y el Río de la Plata.
Pero Bernini tuvo la idea genial de incluir, en medio de ellos, un obelisco egipcio. Se conservaba en el circo de Majencio, en la Via Appia, y él lo trasladó y lo puso sobre la montaña de Travertino de los Cuatro Ríos. Y en lo más alto, en el piramidión, colocó una paloma de bronce.
La paloma era el símbolo del Espíritu Santo. Pero también era el símbolo de los Pamphili.
Todo aquello sería un asombroso golpe de efecto: ese enorme obelisco sostenido sobre un agreste arco de piedra, de pie en un vacío sobre el agua; una imagen del mundo, imago mundi, sin parangón en la escultura anterior.
El mensaje era tan obvio y tan atractivo que el papa no pudo negarse.
Del paraíso surgen los cuatro ríos que riegan el mundo, pero ya no con el mensaje de los dioses paganos sino con la palabra de Cristo, que ha vencido sobre todos los paganismos del mundo conocido. Y sobre el obelisco, la paloma. La paloma de los Pamphili, custodios allá arriba del mensaje divino.
Tan contento quedó el Papa que le hizo a Bernini otro encargo para su plaza.
Varias décadas llevaban adornando los extremos de la piazza dos fuentes monumentales. Las había realizado Giacomo della Porta para celebrar la construcción del Aqua Vergine, el acueducto que trajo de nuevo el agua al Campo de Marte. La de Neptuno estaba bien, pero al Papa no le gustaban los delfines que adornaban la del extremo meridional. Encargó a Bernini un arreglo, y este se sacó de la manga el formidable diseño de la figura principal. "Un etíope luchando con un delfín". La fontana del Moro es su nombre popular.
Las esculturas originales, por cierto, están en la Galería Borghese. En la Piazza Navona se muestran copias desde el siglo XIX. Con buen criterio, pues hace pocos años un vándalo destrozó en una noche varias estatuas.
Dice Robert Hugues que sólo hay, y solo puede haber, una Piazza Navona…
… y afortunadamente esta se halla justo ante usted, cortada transversalmente por los chorros de agua resplandeciente: un regalo para usted y para el resto del mundo, hecho por unas personas que ya están muertas y que, no obstante, no pueden morir. Con un solo lugar como este, junto con todos los demás que aquí se hallan, sin duda basta.
Basta, sin duda. Pero se puede añadir una guinda dando un pequeño y agradable paseo.
Capítulo 5 (y final) El mejor retrato de todos los tiempos
No está en Piazza Navona, sino en la Via del Corso. Muy cerca, en todo caso. Y merece la pena el paseo. Esto es lo que hay que hacer: salir de la Piazza Navona por la Via del Salvatore, pasar junto a San Luis de los Franceses y la Piazza della Rotonda, rodear el atemporal Panteón, tomar la Via del Pie di Marmo, dejar atrás Santa Maria sopra Minerva (Roma es así: llevamos solo quinientos metros) y llegar al Palazzo Doria-Pamphili.
Allí, dentro, entre algunas obras maestras que parecen, como dijo Joshua Reynolds, dibujos de pergamino en comparación, se conserva el que Hipolito Taine calificó como "el mejor retrato de todos los tiempos".
Es, claro, el retrato que pintó Diego de Velázquez. "Una de las imágenes más cautivadoras e inquisitoriales del poder humano jamás plasmadas en un lienzo", como dice Robert Hughes.
Inocencio X dominó la Iglesia en su época de mayor gloria, levantó palacios, fue adulado por propios y extraños y dirigió la renovación de una de las plazas más bonitas del mundo, encargando arquitecturas de fantasía erigidas sobre espejos de agua. Cuando vio su retrato terminado, dicen que exclamó: "troppo vero!".
Demasiado veraz.
Un retrato radicalmente realista de un hombre que sufragó las arquitecturas y las esculturas más serpenteantes y fantásticas de Roma, que puso su escudo familiar en lo alto de un piramidión y que se esforzó por engañar a todos y hacerles creer que era más que un hombre de mirada inquisidora y sagaz.
Quizá lo fuera. Como Velázquez, Bernini y Borromini. Al fin y al cabo, como dice Robert Hughes, ya ninguno de ellos puede morir.
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