Pedro Antonio de Alarcón, narrador, dramaturgo, periodista y político granadino, hizo, en 1873, un viaje desde Madrid al Monasterio de Yuste, en Cáceres, para visitar la que fue última morada del emperador Carlos V. Un viaje a caballo, pues en aquel tiempo aún no existía ferrocarril entre la capital y la localidad extremeña de Navalmoral de la Mata, y un viaje motivado por el fervor de las peregrinaciones. Así comienza el relato que escribió aquel mismo año para dejar testimonio de su viaje:
Si sois algo jinete (condición sine qua non); si contáis además con cuatro días y treinta duros de sobra, y tenéis, por último, en Navalmoral de la Mata algún conocido que os proporcione caballo y guía podéis hacer facilísimamente un viaje de primer orden —que os ofrecerá reunidos los múltiples goces de una exploración geográfico-pintoresca, el grave interés de una excursión historial y artística, y la religiosa complacencia de aquellas romerías verdaderamente patrióticas que, como todo deber cumplido, ufanan y alegran el alma de los que todavía respetan algo sobre la tierra–. Podéis, en suma, visitar el Monasterio de Yuste.
Alarcón, que no llegó a la altura literaria de sus contemporáneos más notables, como Galdós o Clarín, sí produjo algunas obras destacadas, sobre todo El sombrero de tres picos, y fue un buen representante del realismo literario español. Su literatura refleja sin embargo muchos ecos del romanticismo, evidentes en algunos de sus personajes pero sobre todo en los relatos de sus viajes. De estos publicó varios (que hoy son difíciles de encontrar en las librerías, pero muy fáciles de obtener en las bibliotecas virtuales), como el Viaje de Madrid a Nápoles, las Alpujarras o los Viajes por España, que vio la luz en 1883 y del que forma parte esta visita al Monasterio de Yuste. Aquí la evocación del pasado, la exaltación de lo exótico, de lo legendario y de lo pintoresco no sólo unen a Alarcón con sus predecesores románticos, sino que lo convierten en uno de los más claros percursores de la literatura de viajes que estaba por venir.
Cuando Carlos V concibió la primera idea de retirarse del mundo, fijó desde luego su atención, como en lugar muy á propósito para acabar tranquilamente su vida, en el Monasterio de Yuste, cuya fama llenaba ya el orbe cristiano, no sólo por la grandiosidad de su fábrica y por la riqueza de la Comunidad, sino también por lo ameno, sosegado y saludable de aquel solitario sitio.
El relato de Alarcón no sólo hace gala de una prosa suelta, fluida, variada y rica, reflejo de su excelente talento como narrador, sino que está salpicado de un excelente conocimiento del lugar visitado y de su historia, algo que, lamentablemente, se iría haciendo cada vez menos común en esa literatura de viajes que estaba por venir.
En este sentido el viaje a Yuste es un notable ejemplo de lo que hoy sería un urbanita acercándose a un lugar de la España vacía, a hacer turismo cultural de calidad. Su autor es capaz de narrar no sólo los avatares de su propio viaje, sino también la historia del monasterio y la de su ilustre ocupante Carlos V, o el viaje que emprendió el emperador en 1556, desde Gante, para retirarse al solitario sitio de Yuste.
La flota en que había de venir, que se componía de sesenta naves guipuzcoanas, vizcaínas, asturianas y flamencas, se reunió en Zuitburgo, en Zelanda, donde se dirigió Carlos (28 de Agosto), acompañado del rey D. Felipe, su hijo, de sus hermanas las reinas viudas de Francia y de Hungría, de su hija María y su yerno Maximiliano, Rey de Bohemia, que habían ido á despedirle, y de una brillante comitiva de flamencos y españoles. Al pasar por Gante no pudo menos de enternecerse, contemplando la casa en que nació, los lugares y objetos que le recordaban los bellos días de la infancia, y que visitaba por última vez para no volver á verlos jamás.
Hay que recordar que en 1873 el Monasterio de Yuste estaba aún en ruinas (sería restaurado después, ya en el siglo XX), fruto de la destrucción que sufrió por los ejércitos napoleónicos durante la Guerra de Independencia. Lo que encontró allí Alarcón distaba mucho del aspecto que había tenido el sitio cuando acogió al emperador, y también del que nos encontramos los visitantes actuales.
También hay que recordar las circunstancias particulares de aquel año de 1873, año de descomposición política y de crisis en todos los niveles. Fue el año de la abdicación de Amadeo de Saboya, el monarca que había reinado, o intentado reinar, tras la marcha de los Borbones; fue el año de la ilusionante y efímera I República, con sus cuatro presidentes entre febrero y diciembre y su caos político y social; fue el año de las tres guerras, la carlista, la cantonal y la de Cuba, que hacía presagiar el desenlace colonial de 1898.
Yuste se debía presentar ante Alarcón como una metáfora de la situación del país, con los restos gloriosos de su antigua fábrica ahora en pésimo estado, abandonados y solitarios.
Considerad ahora cuántas reflexiones no acudirán á la mente al contemplar aquel poyo de piedra, terrible monumento que acredita toda la flaqueza y rápida caducidad de esta nuestra máquina humana, tan temeraria, impetuosa y presumida en las breves horas de la juventud, si por acaso le presta sus alas la fortuna.
El tipo de romanticismo del que hace gala Alarcón en muchos pasajes alcanza un nivel verdaderamente divertido en la narración de su aproximación al monasterio, cuando decide no pisar, siquiera, el pueblo de Quacos de Yuste, por sus ofensas pasadas a “su cesárea majestad”.
Pasada la Garganta de Pelochate, podíamos escoger dos senderos para llegar á Yuste: el uno va por Quacos, lugarcillo de 300 vecinos, que, como hemos apuntado, dista un cuarto de legua del Monasterio; el otro….. no existe verdaderamente, sino que lo abre cada viajero por donde mejor se le antoja, caminando á campo travieso….. Nosotros escogimos este último, á pesar de todos sus inconvenientes.—Una aversión invencible, una profunda repugnancia, una antipatía que rayaba más en fastidio que en odio, nos hacía evitar el paso por Quacos. Y era que recordábamos haber leído que los habitantes de este lugar se complacieron en desobedecer, humillar y contradecir á Carlos V durante su permanencia en Yuste, llegando al extremo de apoderarse de sus amadas vacas suizas, porque casualmente se habían metido á pastar en término del pueblo, y de interceptar y repartirse las truchas que iban destinadas á la mesa del Emperador. Hay quien añade que un día apedrearon á D. Juan de Austria (entonces niño), porque lo hallaron cogiendo cerezas en un árbol perteneciente al lugarejo…. Pero ¿qué más? ¡Aun hoy mismo, los hijos de Quacos, según nuestras noticias, se enorgullecen y ufanan de que sus mayores amargasen los últimos días del César, por lo que siguen tradicionalmente la costumbre de escarnecer el entusiasmo y devoción histórica que inspiran las ruinas de Yuste!….
Ya en el Monasterio Alarcón describe la antigua fábrica del edificio y el actual estado del lugar, así como el estilo de vida que llevó allí el emperador, con la misma erudición con que había descrito todo lo anterior, cebándose, como no podía ser de otra manera, en la personalidad del César, y en la verdadera devoción cristiana con que condujo los últimos días de su vida.
En la actualidad no hay ni un solo mueble en dichas celdas; y como, por otra parte, carecieron siempre de toda ornamentación arquitectónica sus lisas paredes, blanqueadas con cal á la antigua española, la revista que nosotros les pasamos habría sido muy corta, si recuerdos históricos y consideraciones de una mansa y cristiana filosofía no nos hubieran detenido largo tiempo en cada estancia.
Aunque se permite mencionar, en un tono más bromista, sus excelentes comilonas.
[…] y pasamos al Comedor del más comilón de los emperadores habidos y por haber….., excepto Heliogábalo. Carlos V era más flamenco que español, sobre todo en la mesa. Maravilla leer (pues todo consta) el ingenio, verdaderamente propio de un gran jefe de Estado Mayor militar, con que resolvía la gran cuestión de vituallas, proporcionándose en aquella soledad de Yuste los más raros y exóticos manjares.
La estancia de Carlos V en Yuste está por lo general bien documentada, y sabido es que hizo disponer su habitación, y en ella su lecho, en ángulo tal que le era posible ver el altar mayor de la iglesia y oír misa aún estando acostado, en los días en que la gota le impedía levantarse.
Decir los pensamientos que acudieron á mi mente en aquel sitio, donde expiró (en hora ignorada por sus propios hijos durante algunos días) el que tantas veces desafió la muerte á la faz del universo en los campos de batalla, fuera traducir pálidamente lo que el lector se imaginará sin esfuerzo alguno.
Toda la alusión que hace Alarcón al pasado imperial está adornada del mismo tipo de nostalgia que bañaba las evocaciones renacentistas de la antigua Roma, y algunos pasajes, como el que cierra el relato, recuerdan directamente a la Canción a las ruinas de Itálica de Rodrigo Caro, pues similares debieron ser los sentimientos de ambos.
De mi visita á las ruinas de los claustros de Yuste guardo recuerdos indelebles. La naturaleza se ha encargado de hermosear aquel teatro de desolación. Los trozos de columnas y las piedras de arcos, que yacen sobre el suelo de los que fueron patios y crujías, vense vestidos de lujosa hiedra. El agua, ya sin destino, de las antiguas fuentes, suena debajo de los escombros, como enterrado vivo que se queja en demanda de socorro, ó como recordando y llamando á los antiguos frailes para que reedifiquen aquel edificio monumental.
Los Viajes por España, colección de la que forma parte este Viaje a Yuste, es, como decíamos, fácil de conseguir en internet, muy agradable de leer y, a pesar del tiempo transcurrido, muy didáctica, útil aún como guía de viajes y como testimonio de su época, y buen ejemplo de lo que la literatura turística debería volver a perseguir: el conocimiento no sólo de los lugares visitados, sino de su historia y su cultura, su arte y su geografía, y la transmisión clara, amena y cuidada de los avatares del viaje.
Si queréis disfrutar de este viaje en todos los aspectos, os aconsejamos un alojamiento rural a cinco minutos en coche del monasterio. El hotel rural Rincones de Cuacos. Nos lo agradeceréis.