Cuando los Estados Unidos proclamaron su independencia, el 4 de julio de 1776, la ciudad de Washington aún no existía, ni otras muchas de las actuales grandes urbes del país. Fue Filadelfia, “la ciudad del amor fraternal” (del griego “filos” y “adelfos”) donde el proyecto de la nueva nación se fraguó, maduró y tomó cuerpo, donde se leyó por primera vez el texto de la Declaración y donde se aprobó la Constitución, que sigue vigente hoy día. Y es Filadelfia la ciudad que mejor ilustra el despertar económico, cultural y político de aquellas colonias, las causas que las llevaron a su independencia y la forma que tomó su proyecto nacional.

La ciudad se había fundado apenas un siglo antes, en 1681, de una forma completamente imprevista y por impulso de un inglés llamado William Penn. La historia de este londinense merece contarse. Nacido en 1644, Penn era hijo de un importante almirante de la marina británica que, tras la muerte de Oliver Cromwell, lideró con éxito una misión secreta para traer de vuelta al Príncipe Carlos y restaurar la Monarquía, después de once años de gobierno republicano. Por este servicio, Carlos II le otorgó el título de Sir, lo nombró Comandante de la Marina y le estuvo eternamente agradecido.

Desde su nueva posición, William Penn padre se aseguró que su hijo pequeño tuviera la mejor educación, con vistas a lograr algún día un puesto en las altas instancias del Parlamento o de la Corte. Pero William Penn hijo tenía otros planes. En lugar de los valores marciales de su padre y los rígidos mandamientos religiosos de su educación puritana, adoptó los principios de un nuevo grupo cristiano que se hacían llamar “los amigos”, aunque pronto fueron conocidos como los cuáqueros (del inglés Quakers, temblores) por predicar que había que “temblar en el nombre del Señor”. Los cuáqueros defendían una vida sencilla, llevada con máxima honestidad. Rechazaban la guerra y cualquier tipo de juramento y consideraban que todos los hombres eran iguales ante Dios. Aunque carecían de agenda política, los resultaban incompatibles con la monarquía absoluta, y desde la restauración de Carlos II fueron intensamente perseguidos y encarcelados. Cuando William Penn padre se enteró de la “conversión” de su hijo, lo echó de casa y lo desheredó.

Con 22 años, el hijo de William Penn pasó a vivir como un fugitivo. Se refugiaba en diferentes hogares de familias cuáqueras, y se hizo muy amigo de George Fox, el fundador del movimiento. Su excelente formación le ayudó a organizar y codificar los por entonces dispersos preceptos del grupo, y sus frecuentes viajes a Alemania e Irlanda le granjearon contactos y prestigio con los cuáqueros de esos países, y le dieron ideas. Más de una vez chocó con las autoridades inglesas. Fue encarcelado. Pero su integridad, la misma que le había llevado a ser repudiado por su padre, finalmente le ayudó a ganarse de nuevo su respeto. Desde su lecho de muerte, el honorable William Penn pagó su fianza, le restauró su herencia y pidió al rey, por carta, que lo protegiera en el futuro.

En vistas de que el conflicto entre la Corona y los cuáqueros tenía mal arreglo, y que muchos de ellos habían empezado a emigrar a las nuevas colonias americanas (donde también solían ser rechazados por las abundantes colonias de puritanos ya establecidas) Penn tuvo entonces la idea de utilizar su herencia para comprar una extensa propiedad en la colonia de Nueva Jersey y fundar allí una comunidad que sirviera para dar cobijo y tranquilidad a sus perseguidos compañeros. Al rey la idea de una emigración masiva de cuáqueros a las colonias le pareció tan brillante que regaló a William otros 120.000 km2 de tierras alrededor de Nueva Jersey, ocupando buena parte de lo que hoy son los Estados de Pensilvania, Delaware y Maryland. Carlos se quitó un problema de encima y los cuáqueros obtuvieron una solución soñada.

El nacimiento de Pensilvania
El nacimiento de Pensilvania, de Jean Leon Gerome Ferris. De pie, con el contrato que acredita sus derechos, William Penn. Sentado, el Rey Carlos II.

A su nueva colonia William decidió llamarla Silvania (“tierra de bosques”), pero el rey quiso rendir un último honor al hombre que lo restauró en su cargo, y a este nombre antepuso su apellido: así nació Penn-silvania. Y allí William Penn fundó su ciudad soñada: una ciudad moderna, racional, espaciosa, arbolada, pacífica, culta y tolerante. La llamó Filadelfia.

El contrato de fundación de Pensilvania otorgó a William poder absoluto e ilimitado. Lo utilizó para construir una comunidad política adelantada a su tiempo, y basada en sus propias convicciones filosóficas y religiosas: la igualdad entre todos los hombres, el respeto de los derechos individuales y la total y absoluta libertad de culto. Voltaire llegó a decir que, de todo el mundo, sólo en Pensilvania existía “un gobierno responsable ante el pueblo y defensor de los derechos de las minorías”.

Penn, además, fue uno de los primeros en imaginar una unión americana bajo los principios de la libertad y la tolerancia, organizada en unos “Estados Unidos de América”. Incluso predijo la formación de unos “Estados Unidos de Europa” que siguieran el mismo modelo y la misma lógica (una idea de cierto calado en la época que luego también sostendría George Washington).

Teniendo en cuenta el impulso que la había creado, no es nada sorprendente la evolución que tomó la ciudad en el siglo siguiente. Era una isla de libertades rodeada de colonias de una intolerancia recalcitrante, y atrajo rápidamente a todo tipo de minorías étnicas y religiosas. Fue una de las ciudades más multiculturales de la América colonial, y su crecimiento fue espectacular. Con el tiempo llegó incluso a superar a Boston como el principal centro económico americano, y en tiempos de la Guerra de Independencia era ya el segundo puerto más importante del Imperio Británico, sólo superado por Londres.

Como su fundador había sido un hombre culto e ilustrado que apreciaba la formación, Filadelfia también brilló –de hecho brilló aún más– en el ámbito cultural. Además de sus abundantes bibliotecas, museos y sociedades dedicadas al debate y al conocimiento, fundó su propia universidad, y desde 1743 albergó la Sociedad Filosófica Americana. La fundó Benjamin Franklin, un hombre que lucharía toda su vida por la unión de las colonias y que tras la revolución se convertiría en uno de los Padres Fundadores.

Independence Hall a mediados del siglo XIX.
Independence Hall a mediados del siglo XIX. Obra de Ferdinand Richardt

Cuando, en 1773, las trece colonias decidieron unirse para hacer frente al desafío que les planteaba Jorge III, no encontraron un lugar mejor para hacerlo que Filadelfia. Ni un espejo mejor en el que mirarse que el modelo de gobierno que había impulsado William Penn un siglo antes. En el –luego llamado– Independence Hall se reunió el Segundo Congreso Continental (el Primero lo había hecho en el Carpenter Hall, casi al lado), y, después de la guerra, la convención que discutió y aprobó el proyecto de Constitución.

Hoy el centro de Filadelfia forma una especie de milla de oro histórica y es Parque Histórico Nacional. El edificio de ladrillo rojo del Independence Hall fue declarado en 1979 Patrimonio de la Humanidad, por su significado simbólico como sede de aquellas dos firmas, la de la Declaración y la de la Constitución, que, aunque fueron concebidas en el marco nacional de la historia norteamericana, tuvieron una enorme repercusión en la expansión internacional de los principios de la libertad y la democracia, y sentaron las bases de numerosas constituciones y cartas de derechos que se aprobarían a lo largo del siglo siguiente.

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