Nos gusta imaginar al consumidor de turismo cultural como aquél que viaja buscando algo más que descanso o recreo, que prefiere incluir la cultura del destino en su valoración, y al que le mueve un interés por conocer, descubrir o aprender algo de ella. Es habitual enfrentarlo con el consumidor de “sol y playa”, pero ambos modelos no son incompatibles desde el punto de vista del turista (algo que empiezan a percibir en muchos destinos tradicionalmente “playeros”). En realidad, la diferencia más importante la marca la actitud, y se da entre la gente que viaja con ganas de seguir creciendo y la gente que no (sobre las “fronteras” del turismo cultural seguiremos hablando otro día).
Como en todo, las experiencias que relacionan el turismo y la cultura pueden ser de diferentes calidades. La visita habitual a los principales monumentos de una ciudad histórica, ya sea con guía de bolsillo o en grandes grupos guiados, es turismo cultural, si bien lo es en una versión muchas veces superficial y pobre, que se podría llamar turismo patrimonial, o monumental, y que vendría a ser la variante urbana de visitar el Louvre en unas horas, armado de catálogo, audioguía y unos buenos zapatos de deporte. La arquitectura de los museos no da mucho margen de maniobra; la de las ciudades sí da pie a ser más selectivo y original.
¿Cómo contribuir entonces a un turismo cultural que sea profundo y significativo? Sin duda, debería empezar con cierta preparación, por parte de viajeros y receptores, encaminada a la mejor comprensión de lo que se va a visitar. Tener ciertas expectativas y unas nociones básicas previas que ayuden después a una buena digestión de lo que se esté viendo, así como a la elaboración de itinerarios coherentes y razonables, que no se indigesten. A esto han de ayudar las agencias, las oficinas turísticas y los receptivos, a ser posible en colaboración.
Y si estamos de acuerdo en que en la mayoría de los casos, las visitas guiadas son demasiado pobres y genéricas, es justo también reconocer que con el actual modelo de las grandes mayoristas y los tours “con todo incluido” no es fácil mejorarlas. Cualquier proceso de enseñanza-aprendizaje (y una visita guiada sin duda lo es) debería prestar atención a las características de su público, y adecuar su discurso a sus conocimientos previos y a su procedencia (regional, profesional, etc.). No es lo mismo enseñar una ciudad o un monumento a un grupo heterogéneo de viajeros que a un grupo escolar o universitario o profesional, como sabe cualquier profesor que haya tenido que defenderse de los guías acreditados para enseñar un monumento a sus alumnos “a su manera”. La diversidad de discursos debería ser un valor, y no la fuente de conflicto que suele ser cuando tantas instituciones se empeñan en fijar los contenidos “oficiales” (la Alhambra se enseña “así”, etcétera).
Todo esto que decimos es fácil de hacer con turistas que puedan acudir al destino una y otra vez, porque vivan cerca o porque puedan permitírselo. Es el turista que recorre medio mundo para hacer un tour organizado (y que, lógicamente, quiere “verlo todo”) el que nos obliga a afrontar retos. Si queremos un turismo cultural diverso, flexible y creativo, buena parte de la estructura turística tal como hoy la conocemos debería tambalearse. Si el viaje organizado actual pierde vigencia en favor de un viaje más particular, de grupos más pequeños y homogéneos, con contenidos más modulares y flexibles, entonces el discurso-guía podrá evolucionar. Del simple “enseñar la ciudad” o “enseñar el monumento” se podrá pasar a un rico entramado de matices que deberán responder al “enseñar qué“, “enseñar cómo” y “enseñar a quién”. Desde el punto de vista de los receptivos se podrá ahondar sin trabas en un “turismo pedagógico“: conocer a los clientes y diseñar productos que se adapten a ellos en el objetivo de que comprendan lo que están viendo.
En la industria del turismo se avecinan cambios y es el momento de aprovecharlo para asentar un turismo cultural de calidad.