Como flores que caen por la suave colina desde el Cerro de la Candelaria, se asoma el caserío encalado y multicolor de Trinidad hacia el intenso azul del Caribe. Este privilegiado rincón de la Tierra es el fruto de la unión de la naturaleza, el hombre y la historia, que milagrosamente guarda entre los destellos de una luz única, las huellas de un círculo que ha repetido a lo largo de los siglos épocas de esplendor y decadencia, para llegar al siglo XXI siendo unas de las ciudades coloniales mejor conservadas de América. La mítica Ciudad del Azúcar del siglo XIX, la Joya del Caribe, es hoy conocida como la Ciudad Museo. Un museo vivo en el que late la memoria de las gentes que han sabido guardar la esencia de una mezcla de culturas en las que no se olvida nada ni nadie.
Desde estas líneas nos acercamos a sus calles, a sus edificios, a sus paisajes y a sus gentes desde el corazón, con el respeto y la admiración que nos provoca el evidente amor que durante más de cuatrocientos años sus habitantes han derrochado en su conservación. Pasear por sus calles empedradas entre vetustos y coloridos edificios, tiene siempre la recompensa de recibir la cubana cordialidad de las gentes trinitarias, que regalan generosos las joyas de un folcklore fundido con las manos de ébano de los esclavos africanos (pescadores del Golfo de Guinea, sultanes yorubas y guerreros del Senegal), los nativos caribeños, y el empuje empresarial de los colonos españoles que lograron en el XIX convertirla en un emporio de ese oro blanco que fue el azúcar.






De aquí partía el dulce milagro en los buques de Bremen, Philadelphia y Southampton, y aquí llegaban los avariciosos pioneros de un incipiente capitalismo industrial, buhoneros, encomenderos y contrabandistas. Fue también este siglo el tiempo en que se fraguó la nacionalidad cubana, que en Trinidad significó un fructífero proceso de asimilaciones socioculturales, una fusión de culturas, etnias y migraciones que propiciaron la extraordinaria memoria de una herencia que hoy podemos disfrutar felizmente viva en cada rincón trinitario.
Fundación de Trinidad
El segoviano Diego Velázquez, nacido en la localidad de Cuéllar, fundó en 1514 la Villa de la Santísima Trinidad, situada entre el mar y la montaña, en la zona central de la isla de Cuba, un territorio con una rica historia precolombina. Cada mes de enero se celebra dicha fundación dentro la Semana Cultural Trinitaria.
Entre el caserío emergen las torres de la Candelaria, del Convento franciscano, la potente mole de la Parroquial Mayor, la Iglesia de Paula, marcando el ritmo del caprichoso trazado. El núcleo primitivo, nos ofrece un urbanismo sinuoso, alejado de las normativa dictada desde España por Felipe II, que empujaba a un diseño ortogonal del tejido urbano. Llegaría ese diseño, pero algunos siglos más tarde en las nuevas zonas de crecimiento.

Entre sus mágicas y seductoras plazuelas, puro barroco caribeño donde se fraguan leyendas legendarias, encontramos una que arraiga en la historia de la primera misa celebrada para oficializar su fundación allá en el siglo XVI. Es la Plaza del árbol del Jigüe, símbolo de la fundación de Trinidad.
El caserío es a grandes rasgos, una muestra del mestizaje que define su historia. Mezcla de los diferentes hábitats tradicionales de las distintas clases sociales y de los influjos venidos del Sur de España a los que se sumaron las esencias de los bohíos caribeños. Es también un reflejo de las dos etapas históricas más fuertes de la ciudad, los siglos XVIII y XIX, reinterpretados con el fuerte marchamo de una sociedad criolla, que logró una exquisita mixtura visible en la ebanistería de los techos de armadura, artesonados o alfarjes, que traía de Andalucía los ecos del islam, enriquecidos por los trazos libres del arte popular. La arcilla, la cal, el cedro y la caoba, el índigo y el ocre, dialogan en el mismo lenguaje secreto de sus ancestros. A ello se sumaron los materiales decimonónicos que añadieron mármoles y decoraciones suntuosas al humilde barro, durante la bonanza económica del siglo XIX, consiguiendo un lenguaje que define el estilo trinitario.
Un estilo y una ciudad que son razones más que suficientes para visitarla, para conocer a esas gentes que han sabido sortear los embates de los tiempos y disfrutan de la vida, conscientes de ser dueños de una tierra fértil y única que los ha sostenido durante siglos.
La Ciudad y el Valle de los Ingenios, Patrimonio Cultural de la Humanidad
Y es que Trinidad forma parte de la Provincia de Sancti Spíritus dentro de la cual se encuentra el conocido Valle de los Ingenios que junto con esta afortunada ciudad, fue incluido por la Unesco en la lista del Patrimonio Cultural de la Humanidad, en 1988. La singularidad de este hermoso Valle radica en haber sido una importante región azucarera desde el siglo XVII al XIX. El vocablo “ ingenio” significaba una manufactura esclava de base agrícola, pero también designaba el conjunto de tierras y construcciones destinadas a la producción del oro blanco, de los servicios complementarios y las viviendas. Unos 65 sitios arqueológicos se conservan en sus más de 250 kilómetros de extensión, cuya restauración y conservación dependen de la Oficina del Conservador de Trinidad y el Valle de los Ingenios.


También era abundante la producción de un codiciado y legendario producto: el fuerte y dulzón ron cubano, que en aquellos tiempos disfrutarían en su estado más puro, el conocido aguardiente de caña. Y el cultivo del tabaco, codiciado en el Viejo Continente desde el siglo XVI, que sería una base económica antes de que llegara la floreciente industria azucarera. Al calor de la misma surgirían poderosos aristócratas, dueños de las más poderosas plantaciones, los Borrell, Cantero, Iznaga o Malibrán, que han dejado una arquitectura colonial hoy reconvertida en su mayoría en edificios oficiales como el Museo de la Historia, o el Museo Romántico

En estos museos se puede comprobar como el arte europeo penetró en la sociedad de criollos, cuando los jóvenes de familias patricias estudiaban en París y sus modas llegaban a la ciudad. La música de cámara era interpretada por artistas de piel morena, capaces con la sensibilidad y sensualidad de su mestizaje de hechizar los nobles auditorios. Teatro, ópera, muebles, lencería, vajillas, eran el aporte de una Europa que llenaba con sus mercancías los muelles donde se cargarba el azúcar hacia las cortes y mercados del otro lado del mar.
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La exuberante naturaleza

A escasos veinte kilómetros de Trinidad está el Parque de Topes Collantes, Paisaje Natural Protegido, que forma parte de la cordillera del Escambray, conocida también con el nombre aborigen de Guamuhaya, de cuyas sierras bajan los ríos Arimao, Guaurabo o Táyaba, el Caburní, el Vega Grande y el Hanabanilla, describiendo en su curso saltos y cascadas de extraordinaria belleza. Entre ellos el mayor de la Isla, el salto del Caburní, con una espectacular caída de agua de sesenta y cinco metros de altura.



El más extenso y caudaloso de toda la región es el río Agabama, en cuya cuenca de más de 1,700 km2 crecería el Valle de los Ingenios. Después de atravesar gran parte del Valle, el Agabam se une al río Manatí, antes de formar un extenso delta, en la zona conocida como el Masío, o las Vegas del Arenal, de singulares espacios paisajísticos, y rica en especies endémicas de fauna y flora, y un importante asentamiento de aves migratorias.


Acercándonos a la ciudad, encontramos La Batata, un paraje que ofrece vistas panorámicas y que termina en una sistema cavernario con piscinas naturales, algunas de las cuales tienen propiedades medicinales. Y la Hacienda Codina, un rancho con baños de lodo medicinal, huertas medicinales y ornamentales, una colección de orquídeas, un bosque de bambú, la Isla de los Enamorados, el rincón del yoga y la cueva de Altar, que a través de un pasaje secreto te lleva a un mirador natural que ofrece vistas del Valle de los Ingenios, Trinidad y Playa Ancón.

El Valle de los Ingenios ofrece una serie de miradores, entre los que destacan el mirador de la Loma del Puerto, desde donde se disfruta en primer plano el Valle de San Luis y sus cultivos, un auténtico “ océano verde” cuyo telón de fondo es el macizo montañoso del Escambray, y a la espalda, la costa que culmina en la línea del horizonte. O El mirador de la Vigía sobre la colina, a cuyas faldas se extiende la ciudad, que deja ante nuestros ojos el parteaguas que divide los valles de Santa Rosa y San Luis, y el hermoso paisaje ribereño de los meandros del río Guaurabo. Por último, el mirador de la Ermita, lugar desde donde se contempla la diversidad paisajística del ecosistema regional. Toda una tentación objeto de deseo de fotógrafos y pintores.
Y las playas de arena blanca donde se pierde la vista, cuyas aguas cristalinas ofrecen un idílico paisaje donde olvidarse del mundo. Bucear en sus fondos es una garantía de escuchar el silencio entre la magia de las formaciones coralinas, y el sinuoso deslizar de los peces de colores.



La Casa de la Música
En uno de los costados de la Plaza Mayor, una amplia casona de estilo colonial cubano construida en el año 1700, es desde 1995 la sede de la “Casa de la Música”. En su larga y amplia escalinata, situada a la entrada de la casona hay un bar desde el que se disfruta el original espectáculo de la costa trinitaria: la playa de María Aguilar, el Puerto de Casilda, La desembocadura del Guaurabo (famoso porque fue visitado por el descubridor Cristóbal Colón, el conquistador Diego Velázquez, y el conquistador Hernán Cortés). Desde aquí se domina también una estupenda vista la ciudad, mientras se disfruta de la música trinitaria: trova, son, salsa, timba, mambo o chachachá suenan en un ambiente de alegría y sensualidad.

Dejamos en esta escalinata la visita a Trinidad con el estribillo de una toná trinitaria del siglo XIX:
…Viva el siboney, viva nuestra bandera otra vez, por la que yo muero y moriré…
estribillo que viaja en el tiempo, cantando a un futuro que llama a su pasado, volviendo una y otra vez a los orígenes.
