En este enlace se puede ver un tráiler de poco más de dos minutos, de un documental que nos parece desolador. Su autor, Andreas Pichler, lo ha titulado El síndrome de Venecia.
No se ha parado a contarnos la amenaza del agua que se cierne sobre la maravillosa ciudad, pues sobre esa amenaza se llevan tomando medidas y haciendo costosos proyectos desde hace ya bastantes años, para intentar que la naturaleza no ahogue la osadía de aquellos lejanos habitantes del véneto que, huyendo de las invasiones de los bárbaros, levantaron sobre pilares de madera las casas que darían lugar al extraordinario despliegue artístico que conocemos hoy.
Pichler ha puesto su cámara en otra amenaza, la del turismo de masas. Las cifras de visitantes que recorren la ciudad es abrumadora, veinte millones de visitantes en un año, sesenta mil al día.
La inmensa mayoría de ellos ven Venecia a través del objetivo de una cámara, entre empujones y prisas, sin tener la posibilidad de saborear la esencia de este lugar único. Se llevan, eso sí, las fotos de rigor y algún pedacito de cristal “hecho en Venecia”.
La preocupación del director está en el corazón de la auténtica vida veneciana, la de sus cada vez más escasos habitantes. Cifrada ahora en unos cincuenta mil y con la demoledora previsión de que en 2030 no queden venecianos en el centro de la ciudad. Inhabitable y carísima, el turismo convierte la vida diaria en una incómoda y absurda carrera de obstáculos.
Pichler da voz a un mendigo que espera a los turistas que bajan de un barco de dimensiones extraordinarias, con un cartel de cartón en el que explica que “es veneciano pero no tiene un hotel o una góndola ni una tienda de souvenirs”, o a una anciana que se queja de que la juventud se haya tenido que marchar a hacer algo distinto de vender figuritas de cristal o ser guía turístico. Rememora con un antiguo gondolero lo que hace ya algunos años era pasear por los canales mostrando una ciudad apetecible y serena, La Serenísima, título que se ha diluido en esta locura sin previsiones.
Explora también el sendero que ha convertido el espacio público en instituciones privadas, dejando el vacío de las administraciones públicas de las que cada vez quedan menos en la ciudad, y pone el acento en los habitantes que se van arrinconando cada vez más lejos del centro ante la realidad que ha convertido la mayoría de los palacios en hoteles de lujo, y los apartamentos más modestos en restaurantes de comida rápida.
El síndrome de Venecia es un paseo interesantísimo por una Venecia que parece condenada a morir de éxito, convertida en una babel de cartón piedra, sin vida propia, porque la vida que le damos los visitantes que la seguimos soñando en la distancia se aleja muchísimo de su auténtico pulso.
Si las autoridades italianas no ponen límites a los poderosos lobbies del turismo, Venecia acabará ahogada antes de que el acqua alta la envuelva en brumas.