Filippo di Ser Brunellesco, dice Giorgio Vasari al comienzo del capítulo sobre Brunelleschi de sus Vidas de los más célebres artistas, era esmirriado de aspecto, pero tan alto en intelecto que puede ser dicho de verdad que el cielo nos lo envió para dar forma nueva a la arquitectura, que había estado perdida por cientos de años.
Más aún que en los casos de Bernini en Roma, Palladio en Vicenza, Wren en Londres o Schinkel en Berlín, el aspecto de Florencia cambió de forma radical por mediación de este genio esmirriado de alto intelecto, y su influencia en los arquitectos que le sucedieron fue tal, que pasear por Florencia en busca de los edificios de Brunelleschi no es sólo admirar su imponente –pero elegante, siempre mesurada– arquitectura, sino adentrarse en una época apasionante, de cambios profundos y trascendentes. El gran arquitecto y teórico Leon Battista Alberti dijo que “la belleza consiste en la interrelación del tamaño y la forma de todas las partes, de modo que nada pueda añadirse ni quitarse sin destruir la armonía del conjunto”. Alcanzar ese equilibrio fue el mayor afán del Renacimiento, creador de un lenguaje verdaderamente clásico. Y su primer impulsor fue Filippo Brunelleschi.
Nació en 1377. Hijo de un artesano, empezó a ganar fama en el ámbito de la orfebrería y a prosperar dentro del gremio del que formaban parte los artesanos, el de la seda (el arte della seta).
Filippo, que era muy capaz de múltiples maneras, ejercitó muchas profesiones, antes de que personas cualificadas lo juzgaran como arquitecto muy bueno
Hombre del Renacimiento, espíritu curioso e investigador, fue de hecho orfebre, herrero, ingeniero y escultor, además de arquitecto. Uno de sus mayores logros fue el descubrimiento de las reglas que permiten la representación pictórica de la perspectiva, una auténtica revolución que mantuvo ocupados a los pintores florentinos durante todo el siglo XV:
Puso mucha atención en la perspectiva, que estaba entonces mal ejecutada por causa de muchos errores que se hacían; pasó muchas horas, hasta que encontró un método por el que puede parecer ser verdad y perfecta, a saber, el de mostrarlo con planta y perfil y por medio de líneas que se cortan en un punto, que era algo verdaderamente muy ingenioso y útil en el arte del dibujo. […] Él la enseñó, particularmente, al pintor Masaccio, joven y su amigo, que usó bien este arte que Filippo le mostró, pues es evidente de los edificios pintados en sus trabajos.
En 1402 la Signoria de Florencia organizó un concurso para la decoración de las puertas del nuevo baptisterio de la ciudad, concurso que ganó Lorenzo Guiberti (él y Filippo nunca se llevarían bien) y al que se presentaron también Brunelleschi y su buen amigo Donatello. El proyecto de Brunelleschi puede verse aún en el Museo del Barghello; el de Ghiberti, que fue el ganador, en las puertas del Baptisterio. Decepcionados, Filippo y Donatto se embarcaron entonces en un viaje cuyas consecuencias precipitaron la llegada del Renacimiento:
salieron de Florencia y fueron a Roma, en donde, viendo la grandiosidad de los edificios y la perfección de los templos, Filippo se quedaba parado como un hombre fuera de su mente. Y tomaba medidas para las cornisas y sacaba las plantas de esos edificios, y ni él ni Donato guardaron de trabajar continuamente, ahorrando tiempo ni gastos. No había lugar, ni en Roma ni fuera en la Campiña, donde no salieran a visitarla, ni nada bueno que no midieron y encontraron.
Fue un viaje crucial porque ese estudio de los edificios clásicos trajo consigo la recuperación de su lenguaje, de sus proporciones “a la medida del hombre”. El intento de imitar el arte antiguo y la conciencia de haber “superado” los siglos “oscuros” de la Edad Media (cuyo concepto mismo nacerá ahora) es una parte clave Renacimiento, incluso si el tono de Vasari exagera la ruptura. Como dijo Panofsky, a los coetáneos de Leonardo, Rafael y Miguel Ángel, las obras griegas y romanas les parecían tan modernas como las de sus artistas contemporáneos. Fue un fenómeno nuevo, y único, pues nunca más se ha vuelto a producir.
Pero basta de introducción. Quien quiera seguir en Florencia los pasos del genio esmirriado que precipitó el Renacimiento, deberá hacer las siguientes paradas.
El Hospital de los Inocentes
El primero de los grandes trabajos de Brunelleschi le fue encargado, en 1419, por el Arte della Seta, el poderoso gremio de los mercaderes de la seda del que formaba parte. A pesar de que en esas mismas fechas andaba Filippo enfrascado en la preparación de otro gran proyecto –su obsesión: la nueva cúpula del Duomo–, fue capaz de diseñar un edificio revolucionario, de aspecto relajado y clásico, carente de ornamento –los tondi azules que adornan las columnas estaban vacíos hasta que Andrea della Robbia, en 1490, los llenó de figuras de niños–, que puede considerarse el primer edificio propiamente renacentista.
El Ospedale debe a Filippo el pórtico y dos de sus cuerpos: la iglesia, en la parte izquierda, y los dormitorios, en la derecha, además del claustro original. Es un prodigio de sencillez y finura en el que más adelante se mirarán los otros dos edificios que completan la piazza della Santissima Annunziata: la Basílica de la Santissima Annunziata, de Michelozzo y Leon Battista Alberti, y la Loggia dei Servi di Maria, de Antonio da Sangallo y Baccio d’Agnolo. El Museo Nazionale Alinari della fotografía, en la plaza de Santa Maria Novella, y el Ospedale del Ceppo en Pistoia se inspiraron también, directamente, en el Ospedale de Brunelleschi.
Incluso a simple vista se percibe la armonía matemática que lo compone. La misma distancia determina el alto de las columnas, la distancia que separa unas de otras y el espacio entre la columnata y el pórtico. La horizontalidad y la racionalidad del edificio llevaron al historiador del arte Friedrich Antal a afirmar que este hospital fue la más moderna realización burguesa de la arquitectura florentina.
Merece la pena entrar, pues dentro hay un bonito museo con una más que decente pinacoteca, la Pinacoteca dello Spedale, que tiene obras de Piero di Cosimo, Luca della Robbia, Domenico Ghirlandaio y Sandro Botticelli.
La Cúpula del Duomo
Y el cielo quiso, ya que la tierra había estado por tantos años sin ninguna mente suprema o espíritu divino, que Filippo dejase al mundo el más grande, el edificio más alto, y más hermoso que fue hecho en épocas modernas, o incluso en la antigüedad.
Brunelleschi alcanzó la fama y la categoría de genio absoluto del Renacimiento por el ingenio que le permitió cubrir la catedral florentina, Santa Maria del Fiore, con una enorme cúpula autoportante, hecha de ladrillo, y levantada con técnicas tan innovadoras, que cuando presentó por primera vez su proyecto ante los encargados del concurso éstos lo tomaron por loco.
Convencerlos se hizo especialmente difícil porque Filippo nunca permitió que nadie viera sus planos ni sus maquetas. De hecho, una vez construida la cúpula, los destruyó, y las técnicas utilizadas se convirtieron en un misterio que sólo recientemente ha sido desvelado. El interesado disfrutará este video, este artículo o este entretenido libro de Ross King, que reconstruye todo el proceso.
La cúpula de Santa Maria del Fiore sigue siendo uno de los inventos más impresionantes del Renacimiento. Su construcción duró 16 años y desafió a todos los constructores y artistas de la época. Y es que además del propio ingenio de la cúpula, Filippo inventó una completa gama de maquinaria para hacer posible su construcción, y un barco con hélices que traía los materiales por el Arno. Muchas de estas invenciones pueden verse hoy en el Museo dell’Opera del Duomo, uno de los mejores museos de Florencia. Y todo ello le valió la admiración de sus contemporáneos y, un siglo después, estas palabras de Vasari:
puede ser dicho con confianza que los ancianos nunca alcanzaron tanta altura con sus edificios, y nunca se expusieron a tan gran riesgo intentando desafiar los cielos, porque esta obra parece en verdad desafiarlos, considerando que se levanta a tal altura que las montañas de Florencia que la rodean parecen no tan altas.
Vasari suele exagerar, pero en este caso no lo hace: la cúpula de Brunelleschi es más grande que las del Panteón, Santa Sofía, el Vaticano o San Pablo de Londres. Nunca se construyó una cúpula mayor con ladrillo y mortero. De hecho, nunca se construyó una cúpula mayor hasta el siglo XX.
La Basílica de San Lorenzo
En 1418, coincidiendo con la construcción del Ospedale y los primeros proyectos para la cúpula, ocho familias florentinas decidieron reconstruir la vieja iglesia de San Lorenzo, otrora catedral de la ciudad, y quisieron hacerlo de forma tan grandiosa que pudiera rivalizar con los edificios de la Antigüedad (ahora que tales cosas empezaban a ser concebibles)
El proyecto no se inició hasta 1421, y al final fue financiado íntegramente por una sola familia: la de los Medici. La historia de San Lorenzo es la del ascenso de esta gran familia florentina y la de de cómo ese ascenso empezó a manifestarse monumentalmente en el aspecto de la ciudad. Por supuesto, el arquitecto encargado de la construcción terminó siendo el más rompedor del momento: Filippo Brunelleschi.
La basílica de San Lorenzo fue revolucionaria para la historia de la arquitectura de un modo que se nos nace evidente cuando contemplamos su interior, aunque no sepamos identificarlo. Es un templo construido al modo de las antiguas basílicas romanas, levantado sobre una monumental columnata coronada de arcos de medio punto, pero de una altura nunca antes vista.
Cuando los arquitectos, a lo largo del siglo XIII, abandonaron el estilo románico y empezaron a utilizar el gótico, buscaban, primero y sobre todo, que los edificios fueran más altos. Lo consiguieron con la invención del arco ojival, que permitía nuevas aventuras verticales y también nuevas proporciones y un nuevo protagonismo de la luz, que se bañó de colores y le dio a los templos un aspecto sobrenatural. El viejo arco de medio punto, más armónico pero menos flexible, quedó abandonado. Hasta ahora.
Brunelleschi alcanzó en San Lorenzo alturas propias del gótico sin recurrir al arco ojival, y sin perder el clásico sentido de la proporción. Lo hizo mediante una aplicación matemática de las proporciones como la que había ensayado en el Ospedale, y mediante la agregación, sobre cada una de las columnas de la nave central, de un entablamento completo, que eleva varios metros la altura sin romper el sentido del ritmo y de la proporción. A pesar de que San Lorenzo se terminó tras su muerte y que en algunos detalles (sobre todo en las capillas laterales) sus planes iniciales fueron alterados, contemplar la inmensa basílica sigue siendo una experiencia sobrecogedora; no del tipo sentimental, espiritual y apabullante de las catedrales góticas, sino de una manera nueva, racional y armónica.
La Sacristía Vieja de San Lorenzo
Mientras se iniciaba la construcción del Ospedale y los florentinos se empezaban a convencer de que la cúpula del Duomo podía verdaderamente construirse y mientras diseñaba los planos de San Lorenzo, Brunelleschi tuvo tiempo de levantar la Sacristía Vieja en la misma basílica, así llamada desde que, un siglo después, Miguel Ángel construyera la Sacristía Nueva al otro lado del transepto.
Fue este el único trabajo de Brunelleschi que pudo terminar en vida, y por tanto el que más directamente controló. No sorprenderá que sea una de sus obras más puras, la que mejor refleja su paradigma de armonía geométrica y elegancia lineal.
Todo está allí compuesto a base de dos formas básicas: el cuadrado y el círculo, y de dos números, el tres y el cuatro, que se repiten en toda la composición. La luz entra a través de doce (tres por cuatro) ventanas circulares en la base de la cúpula y la decoración, ejecutada por Donatello, se encarga de complementar y expandir las líneas marcadas por la arquitectura. La estructura del edificio, los secretos que hacen su ritmo armónico, la relación entre las partes… no hay truco ni magia escondida, sino que todo está a la vista. Incluso hoy sigue siendo un edificio increiblemente moderno.
La Basílica del Santo Spirito
El Santo Spirito fue uno de los últimos proyectos de Brunelleschi y cualquiera que lo visite percibirá grandes similitudes con la basílica de San Lorenzo. La misma serenidad, la misma racionalidad, la misma armonía. No cuesta entender, visitando estos dos edificios, la rapidez con la que el lenguaje de la arquitectura evolucionó hacia el manierismo y el barroco: el camino abierto por Brunelleschi se antojó pronto imposible de superar.
El Santo Spirito se empezó a construir en 1444, tras un incendio de la antigua basílica. Cuenta Vasari que el proyecto inicial consistía en reorientar la fachada de la iglesia hacia el Arno, de forma que “todos los que pasaran navegando desde Génova, de la Riviera, de Lunigiana, y de las tierras de Pisa y de Lucca, pudieran ver la magnificencia de ese edificio”. Pero tal proyecto requería expropiar y demoler numerosas viviendas y finalmente no se llevó a cabo.
Como San Lorenzo, esta basílica tiene toda la belleza concentrada en el interior. Su planta basilical, con 35 columnas, arroja la misma sensación de racionalidad y unidad que aquella. Esta es si acaso más luminosa, más nítida aún, con esa luz que entra desde la parte superior de la nave central y se basta para iluminar todo el edificio. Una luz uniforme, ya sin colores, alejadísima de aquella luz del gótico que pretendía traer la magia de una realidad alejada de la vida terrenal. La luz de Brunelleschi sirve justo para lo contrario: para permitir al hombre medir el edificio, captar sin obstáculos sus líneas y estructuras, admirar el genio –terrenal, humano– que lo hizo posible. Dice Vasari que “sería imposible hacer un trabajo más rico, más encantador, o más agraciado que aquél”.
La Capilla Pazzi en Santa Croce
Una pequeñísima capilla a la que se accede desde el claustro de la basílica de Santa Croce fue el último de los grandes trabajos de Brunelleschi en Florencia, y también uno de los más avanzados.
Tuvo que adaptarse, por encima de todo, a un espacio mínimo, que se hace patente en el interior y que recuerda a la Sacristía Vieja de San Lorenzo. Mezclando la piedra al descubierto, la blancura de los muros y la policromía cerámica de los frisos y las pechinas, queda, otra vez, meridianamente claro el sistema de módulos empleado para conseguir la correspondencia armónica de todas las partes del edificio. Por otra parte, la convergencia de todas las líneas hacia la cúpula central hacen que el espacio parezca mucho mayor de lo que es.
El exterior es otra maravilla. Un pequeño pórtico de seis columnas que resultaba completamente nuevo, mezcla genial de la arquitectura romana, de la que toma el arco central, y de la griega, basada en columnas adinteladas como las que flanquen eel arco. La armonía de los módulos, que siguen la proporción áurea, las pilastras corintias del friso, que reflejan las del piso inferior, todo contribuye a reforzar esa sensación de que “todo está en su lugar”, a la vez que abre puertas e inaugura las ideas que arquitectos como Alberti, Sangallo o Palladio extenderían por Italia en las décadas siguientes.
Me parece a mí, que puede ser dicho, que desde los Griegos antiguos y Romanos hasta ahora no ha habido un maestro tan extraordinario y excelente que Filippo.
La ruta de Brunelleschi es a la vez un deleite para los sentidos y un viaje por la historia; un paseo que ayuda a comprender el germen de un cambio estético que terminó afectando a toda Europa. Pocas ciudades pueden ofrecer un espectáculo semejante.