El embajador veneciano en la corte de Francisco I se refirió en una ocasión al rey con las siguientes palabras: “Siempre está persiguiendo algo. Ahora venados, ahora mujeres”. No es mal resumen del carácter vividor, conquistador y hasta cierto punto extravagante del monarca, famoso por su afición a la caza y por sus inagotables colecciones de amantes. Incluso una de las arias más famosas de la lírica occidental, La Donna È Mobile de Rigoletto, está basada presuntamente en unos versos suyos, seguramente embellecidos por la pluma de Víctor Hugo.
Sea como fuere, lo cierto es que Francisco I no sólo persiguió la caza y las mujeres. Fue un rey absoluto en el más pleno sentido de la expresión. Fue un rey poderoso, y fue un rey culto. Invitó a su corte a los artistas más egregios de su época, formó un equipo de buscadores de libros para aumentar la biblioteca de la corona y las crónicas dicen que incluso los leyó. Guerreó con suertes diversas pero lo hizo a menudo en primera persona y al frente de sus ejércitos, lo que le trajo algún que otro quebradero de cabeza en su eterna lucha contra el emperador Carlos V. Y, desde sus primeros años en el trono, no paró de construir castillos, un tipo de construcción que, paradójicamente, ya no servía para nada.
Todo este amor por el disfrute cotidiano, todo este despliegue de poder, ego y riqueza, todo este desprecio por las cosas mundanas se encuentran de forma nítida en el fabuloso Castillo de Chambord, hoy quizá el más impresionante de los que componen los Castillos del Loira.
El Capricho de Chambord
El Castillo de Chambord, una verdadera enormidad únicamente en lo que a la construcción se refiere, están rodeado de un muro de dos metros y medio de alto que se extiende a lo largo de 32 kilómetros. Fue la muralla más larga de Francia y su objetivo no era evitar la aproximación del enemigo sino el escape de los animales. Porque Chambord era un castillo sólo formalmente; en realidad era un parque de caza para el rey.
El edificio consta de 440 habitaciones, 365 chimeneas, y 84 escaleras. Las habitaciones no estaban amuebladas ni decoradas, sino que era la corte la que debía traer consigo, para cada estancia, los muebles, tapices y utensilios necesarios para toda la comitiva. Si la construcción fue cara, carísimo también iba a ser su uso. Y una pesadilla logística.
El emplazamiento es una zona boscosa junto al Loira, alejada de cualquier ciudad, pueblo o aldea donde se pudieran satisfacer necesidades mundanas impropias de un rey absoluto, como por ejemplo la cuestión de vituallas. Sin mercados cercanos donde comprar, la comitiva también tenía que ocuparse de trasladar su propia comida. Las estancias venían por tanto con fecha de caducidad.
El castillo fue construido por jefes de obra y albañiles franceses, utilizando las técnicas de construcción que habían aprendido de sus antepasados, es decir, técnicas de construcción medievales. Pero había sido diseñado por arquitectos italianos, pues era esa la arquitectura de moda y el ejemplo a seguir, no sólo por sus cualidades estéticas sino por sus reminiscencias clásicas y su inspiración en la Roma de los Césares. Francisco, que había recibido una educación humanista y hablaba italiano a la perfección, encargó el trabajo a Domenico da Cortona, aunque son cada vez más los que atribuyen al menos parte del diseño (en especial la gran escalera del interior) a Leonardo da Vinci, que pasó sus últimos años al servicio del rey francés en el cercano castillo de Amboise.
Los arquitectos italianos añadieron, a los recios muros del castillo, arcadas, pilastras y enormes ventanales más apropiados para el clima de la Toscana o del Lazio que el del norte de Francia. Añadidas al enorme tamaño de las habitaciones –pues todo en Chambord se hizo a escala colosal– y a la altura de los techos, dificultaban no poco la tarea de calentar el castillo.
Para terminar el repaso al capricho de Chambord, cabe recordar lo ya esbozado antes: que la construcción de castillos en pleno siglo XVI era ya un rémora, una inutilidad basada más en el prestigio y en la nostalgia que en la verdadera necesidad militar. En la Edad Media los castillos habían sido fortalezas inexpugnables, pero en la era de la pólvora y la artillería ni siquiera los enormes torreones circulares de Chambord habrían podido resistir mucho tiempo un asalto decidido. Construir un castillo era totalmente innecesario y la protección que garantizaba era más simbólica, estética o ideológica que real. Más aún en pleno corazón de Francia, lejos de cualquier ciudad importante y a cientos de kilómetros de cualquier frontera.
El propio Francisco I acudió a Chambord pocas veces, y la historia posterior del edificio es una sucesión de ocupaciones interrumpidas e insostenibles. Probablemente nunca haya tenido el castillo una función más útil y sensata que la que tiene ahora como atracción turística, pues los turistas suelen traer su propia comida y no se quedan a pasar la noche.
El Castillo de Chambord
Con todo, no cabe duda de que el castillo de Chambord es una belleza y una maravilla de la arquitectura. Y no sólo por su grandeza sino por su originalidad y su buen gusto. Por su mezcla de decoración renacentista y fábrica medieval. Por el juego de las torres que, casi al modo orientalizante de los alminares, decoran sus tejados con fantasía romántica, como si quisieran subrayar el carácter entre nostálgico y juguetón del edificio, o como si quieran burlarse de los recios torreones que los “protegen”.
Los detalles clásicos y renacentistas de Chambord son abundantes. Incluyen la sucesión de pilastras que rodea toda la fachada, los capiteles con pequeñas cabezas talladas, las conchas que adornan los frisos o las balaustradas de las terrazas. También en la combinación de los materiales (las fachadas están hechas de piedra caliza proveniente de canteras locales del valle del Cher, los tejados son de pizarra), en la que algunos han querido ver un intento de imitar la policromía de los mármoles del Renacimiento italiano.
En la fachada trasera, que fue entrada para los obreros y ahora es entrada para los turistas, se aprecia mejor la inutilidad defensiva del castillo. Los muros por ese lado no se completaron hasta un siglo después de la muerte de Francisco I, obra ya de Jules-Hardouin Mansart, y son considerablemente más bajos que los de la fachada principal. Los grandes torreones de las dos esquinas traseras, que habían de ser idénticos a las delanteras, se quedaron sin terminar y sólo alcanzan el nivel de los muros.
Maravilla aparte es el tejado, que no sólo cuenta con terrazas con impresionantes vistas, desde donde Francisco quizá esperaba que las mujeres de la corte admirasen sus hazañas cazadoras, sino que dibuja un bosque fantástico de pináculos, claraboyas y tiros de chimenea, donde la exuberancia de la ornamentación queda subrayada por la policromía de la piedra taraceada con pizarra.
El interior del castillo tiene las habitaciones agrupadas en apartamentos independientes, un rasgo peculiar y tradicional de los castillos franceses, y un elemento extremadamente original: la excepcional escalera de doble espiral situada justo en el centro, que permite subir y bajar pisos sin que los circuitos de subida y bajada se crucen, sin que siquiera se vean sus ocupantes.
Este atributo de la escalera, unido a la disposición central del edificio, a las torres semejantes a alminares y otros detalles menores han llevado a varios especialistas a atribuir a Leonardo da Vinci, si no todo el plan, sí al menos la concepción original del proyecto. La tesis hoy más apoyada es que Domenico da Cortona, que ya estaba al servicio de Francisco I cuando Leonardo llegó a la corte en 1516, pudo tomar el proyecto que el maestro había trazado para el ambicioso palacio de Romorantin, proyecto que quedó abandonado, y lo adaptó a las nuevas exigencias del castillo de Chambord. En cualquier caso, dada la inexistencia de documentación, la participación de Leonardo siempre quedará en una –plausible– hipótesis.